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05 agosto 2010

MI PRIMER RELATO EN EL BLOG

Lo de la informática es una gran ayuda, pero no hay nada como el boli y el papel.
Ayer, cuando el cabreo me dejó pensar, recordé que muchas partes del relato las había ido esbozando en trozos de papel según donde me encontrara. Busqué como una loca en los cajones, y me alegré de ser una de esas que no tiran las cosas a la primera.
Así pude recuperar la mayor parte, y hoy por fín está aquí.


ESCRITO EN TU PIEL


1


Desde que su padre se fue, procuraba que el camino hacia casa siempre fuera el más largo.
Odiaba llegar y no ver el coche plateado en la puerta. Lo único que encontraba ahora, era el veneno corriendo por las venas de su madre, extendiéndose, destilando una amargura que se filtraba por su nariz revolviéndole el estómago.
Los momentos felices habían pasado a la historia.
Aquella mujer dulce que besaba con la mirada y cuya sonrisa hacía desaparecer los problemas, había sido engullida por el tormento del fracaso. Estaba envuelta en una mortaja de resentimiento, marchitando sonrisas a su paso, propagando aromas de infinito dolor.
Abrió la puerta intentando hacer el menor ruido posible. Tal vez, si conseguía llegar a su habitación sin que se enterase, podría disfrutar de unas horas de tranquilidad.
No hubo suerte.
No llevaba más de tres escalones cuando oyó sus pasos. Sin darse la vuelta la vio salir de la cocina limpiándose las manos en su mandil. Supo que su ceño estaba fruncido y sus labios apretados, síntomas inequívocos de un mal día que alguien tenía que pagar


Iván sintió de repente una debilidad inmensa por todo su cuerpo. La derrota anticipada de una pelea que aún no había comenzado, le recorrió por completo. Cerró los ojos, y como un mantra repitió en su interior un por favor angustiado que no fue atendido por ningún dios.

—He recogido tu habitación.

La voz más calmada de lo habitual le envió escalofríos a lo largo de su columna.

¿Qué estaba mal? Hizo la cama, la ropa estaba doblada y guardada en el armario, los libros alineados casi a la perfección en las estanterías… ¿Qué olvidó?

El ruido sordo de algo golpeando el suelo le hizo volverse sobresaltado. En el piso yacían desparramadas varias revistas. Hombres casi desnudos, de belleza imposible, le miraban esbozando sonrisas que se burlaban de su situación.

El pánico se apoderó de él. Su vejiga amenazaba con hundirle aún más en la humillación. El aire no acertaba a entrar en su boca, y la habitación comenzó a dar vueltas en un baile frenético que hacían peligrar su estabilidad.

— ¿Me puedes explicar que clase de porquería es esta?

El miedo había secado su paladar, haciendo que las palabras quedaran adheridas en su garganta negándose a salir.

—Siempre lo sospeché. Casi dieciocho años y ninguna chica. Ese carácter sensiblero propio de una mujer….No eres más que un maricón.

Su insulto le hizo recuperar un valor perdido hace tiempo.

— ¿Y qué si lo soy?

Nunca lo había negado. Tan sólo lo había ocultado para protegerse de un pueblo mediocre lleno de falsos prejuicios.

Hizo frente con la mirada a la mujer que antaño se habría mostrado comprensiva. Solo encontró desprecio, furia casi animal corrompida a través de los años por ficticios pecados pendientes de expiar, sueños de juventud asesinados por la flaqueza de la carne.

Blandió en su mano el cinto purificador y comenzó a golpear. La sumisión arrancó sin compasión el coraje recién recuperado. Cayó de rodillas y esperó el siguiente impacto.

Ese era por el abandono, el siguiente por entregar su virtud antes de tiempo, otro más por no saber retener lo que fue suyo….Pesares de frustración se alojaban en su espalda, arrancando la piel a su paso. Comenzó a tararear en su interior esa canción de Green Day que tan bien expresaba lo que sentía:

«Listo para un escape barato
Al borde de la autodestrucción

Pánico general

Vidrios rotos dentro de mi cabeza

Haciendo sangrar esos pensamientos de angustia

Confusión masiva»


Vencido, no se dio cuenta de que todo había terminado. El dolor punzante le trajo de nuevo a la realidad.

Como siempre, ella ya no estaba cuando con dificultad se levantó del suelo y comenzó a subir las escaleras.

Sus ojos estaban secos de lágrimas aburridas de acudir constantemente a ellos. Ni siquiera la ira se presentó a la cita. Se encontraba vacío de sentimientos. Era la nada en pie a fuerza de costumbre.

En el momento en el que entró en la ducha y dejó que la potencia del agua limpiase sus heridas a base de dolor, adivinó la vida de nuevo. Esa era la clave. Su propio dolor, no el ajeno, le hacía sentir otra vez.


Con esa nueva conciencia se vistió ignorando la quemazón de su espalda y saltó por la ventana. No había peligro. Su madre jamás regresaba para ver como se encontraba. Esperaba que fuera la culpa la que la impedía volver, aunque después de todos estos años, dudaba de que albergara alguna clase de conmiseración en su interior.

Se dirigió a la carretera principal y se colocó en el arcén, esgrimiendo como un arma su pulgar para así frenar a algún conductor. Un camión no tardó en detenerse. Subió a la cabina y le indicó al piloto su destino sin vacilar. No tenía dudas. Sabía con exactitud dónde se dirigía.

Las miradas detenidas en su joven figura ya no le asombraban. Fue así desde el primer día que entró en La Farsa, el local que frecuentaba desde hacía un año.

La ventaja en el juego de provocación que había creado, radicaba en una inocencia que estaba desapareciendo, unida a un cuerpo que no se correspondía con su edad. No había traspasado, sin embargo, la línea de la incitación, salvo algunos besos y algunas caricias en el refugio de la oscuridad. Ese día, necesitaba algo más.

La cuarta cerveza le dio el arrojo necesario para acercarse al elegido. Acicaló su cara con su mejor sonrisa, y su voz grave encubierta en susurros regaló los oídos del privilegiado, que pronto cayó rendido a sus encantos.

Las caricias comenzaron sin preámbulos. Las maneras cariñosas de su acompañante, provocaron en él un asco que antes no había advertido. Se deshizo de ellas sin consideración alguna, dando paso a besos furiosos. Quería hacerlo, y quería hacerlo ya. Bajó sus pantalones y se dio la vuelta ordenando sin palabras. No necesitaba preparación y así lo entendió su primer amante.

La embestida inicial rompió la atonía que le envolvía. El dolor surgió devolviéndole los sentidos, y todo se intensificó cuando la mano se apoyó en su espalda herida. El daño en su maltratado cuerpo, sacó de su escondite las lágrimas perdidas. No estaba disfrutando, pero si sintiendo. Eso bastaba.

No hubo despedida, ni un falso « te llamaré » o «ya nos veremos ». Se fue sin más. Cuando estuvo lo suficientemente lejos, dejó a las arcadas seguir su curso, y comenzó a vomitar desprecios, culpas ajenas, amor perdido, preguntas sin respuestas, confusión intensa.

Vacío su estómago y su alma se enderezó con un nuevo propósito. Jamás su corazón sería vapuleado de nuevo. Taparía sus cicatrices con triunfos y así la paz llegaría a su espíritu.



2


El ruido del despertador sacó a Gabriel de su sueño. A tientas buscó el botón de apagado y se estiró perezoso. Las sábanas frías al otro lado de la cama, provocaron en él una molesta agitación, recordándole el fin de su relación hacía casi un año. Arrojó esos pensamientos en su papelera emocional y comenzó con su rutina diaria.

Llevaba dos meses rechazando el directo, eligiendo en su lugar un cercanías que tardaba en llegar una hora más. No lo podía evitar.

El primer día que lo vio sentado en la estación, un temblor involuntario callejeó entre sus miembros haciéndole estremecer. Su tren pasó y se quedó esperando, intentando adivinar que ruta seguiría aquel hombre. Desde entonces, siempre iba a esa  hora, sentándose cerca de él. Inhalaba su caro perfume, y se deleitaba en las líneas perfectas de su rostro que veía reflejado en la ventanilla. Taciturno y abstraído le recordaba a la escultura del Pensador de Rodín, intentando despojarse de todas las banalidades para llegar a su interior. Gabriel también deseaba sumergirse en él, conocerle.

Nunca había sido obsesivo, y esa fijación le producía una inquietud que le dejaba alterado. No obstante, seguía cada mañana acudiendo a la misma hora y cogiendo el mismo tren.

El pasajero sin nombre bajó como todos los días en su parada habitual, y Gabriel repitió mirada mientras se alejaba.

Un suspiro inaudible quedó congelado en esa fría mañana de enero. Sus pasos crujieron al pisar la escarcha matutina, y esa sonata helada le acompañó hasta la puerta de su negocio. Antes de abrir se quedó mirando el cartel que adornaba su puerta: «El Descanso».

Trabajar en un banco no fue la mejor de las elecciones. Al morir su abuelo y heredar su vieja librería, las alarmas de los sueños repicaron con intensidad, despertándole del letargo burgués en el que había estado sumido.

Dejó el oficio de banquero y apostó todos sus ahorros en una idea que siempre había estado en su cabeza. Así surgió El descanso. Una librería nada típica situada en un barrio tranquilo, no muy lejos del centro.

Una consumición daba derecho a una lectura en un ambiente agradable y relajado. Podías salir del trabajo y dirigirte a tu propio salón, sin tener que ir a tu casa. Los libros también estaban en venta, y disponía de una colección de ejemplares antiguos; algunos conocidos, y otros simplemente olvidados.

En la puerta encontró una caja que el mensajero había dejado allí a horas intempestivas. El remite le reveló su procedencia. Se trataba del envío que su amiga Elena le había comentado por teléfono. Con curiosidad rompió el envoltorio y descubrió una docena de manuscritos bellamente encuadernados. Ojeó uno de ellos, y se percató de que eran diarios fechados en los años cuarenta. Innumerables fotografías en blanco y negro, escoltaban los devenires escritos con pluma de un personaje anónimo.

Normalmente los habría leído antes de colocarlos en la tienda, pero no tenía tiempo. Les hizo sitio en la estantería del rincón, esa que estaba junto a la butaca que nadie usaba por estar demasiado retirada.


Lo que Gabriel no sabía, era que ese rincón no estaba en desuso, simplemente, esperaba paciente a su dueño.

3


Iván tuvo de nuevo la sensación de ser observado. En los últimos meses, cada vez que bajaba del tren, sentía tras él unos ojos aferrados a su caminar, pero al volverse, sólo encontraba la calle vacía.

Sacudió esa impresión con un gesto de su cabeza y se encaminó hacia su trabajo.

Aun hoy, no dejaba de sorprenderse por todo lo que había conseguido desde que dejó su casa, recién cumplidos los dieciocho.

La beca le dio la oportunidad de estudiar Marketing, y no perdió el tiempo. Fue el primero de su promoción, y antes de acabar sus estudios, ya había conseguido un buen puesto en una de las mejores firmas publicitarias.

El mismo día que le confirmaron el ascenso como directivo asociado, se saltó la comida programada por su empresa para ir al The Delirian Tattoo. Años atrás, había dedicado horas a visitar los locales de tatuajes de la ciudad, encontrando el mejor de todos.

Las cicatrices de su espalda revelaban infinitas penas; propias y ajenas. Lamentos grabados en su piel que detenían sus pasos. Soledades enterradas bajo huellas no merecidas.

La tinta fue borrando pesares, aligerando cargas que hundían sus hombros, colocando trofeos en su lacerada piel. «Vivere militare est», «Ex nihilo nihil fit», «Mihi quesito factus sum», «Omnia mea mecum». (Vivir es luchar. De la nada no se crea nada. Me he convertido en una pregunta para mi mismo. Todo lo mío lo llevo conmigo)

Las frases en latín cubrieron los vestigios de años no deseados, pero solitaria, cerca de su costado, permanecía una marca que se negaba a anular. Un recordatorio de lo único que no había conseguido.

Salió solo, como una de tantas noches, en busca de olvidos para su soledad.

Nadie se quedaba a dormir. A nadie le daba un pedazo de si mismo. Nadie se acercaba lo suficiente como para rozarle con su afecto.

Miles de nadas navegaban en el mar frío, inescrutable, insondable de su corazón.

La elección no era difícil. Con solo echar un vistazo al lugar, sabía con seguridad quien le iba a pertenecer esa noche. Su rostro perfecto, su cuerpo definido y un aura de indiferencia, eran el mejor reclamo para atrapar a cualquiera en su red de breves momentos.

Sin remedio, el chico de turno se dirigió a él atraído por su sonrisa ladeada, creyéndose el ganador de una partida donde solo era el peón.


Iván dejó transcurrir la conversación, intercalando con maestría claros, sis y porques, en la cháchara sin sentido de la carnaza de guardia. Cuando no pudo más, de sus labios salió un vamos categórico que enmudeció a su acompañante.

Se dejó llevar a la casa de aquel hombre, que le miraba incrédulo de su suerte.

Atacó en el ascensor. Besos duros, caricias fuertes, tirones de pelo. Tres pisos de lascivia sin señales de delicadeza.

Solo pararon para abrir la puerta. Iván se fue despojando de su ropa sin decir una sola palabra. No miró a su alrededor. No quería ver los detalles que lo personalizaban. De él solo quería el alivio de su cuerpo.

Le gustaban fuertes, como él. Luchadores en el lecho donde podría proclamarse vencedor. Los atormentaba con su boca. Torturaba con caricias expertas aprendidas a lo largo de los años, recreándose en sus caras llenas de gozo. Les alzaba hacia lo más alto sin posibilidad de descender. En el momento en el que sus fuerzas flaqueaban, se dejaba tomar, con dolor, adentrándose en su propio purgatorio. El disfrute no tenía cabida. El regalo del placer no estaba hecho para él. No se sentía merecedor del mismo.

Despuntaba el alba y seguía caminando, asqueado, roto, intentando poner en orden sus agitados pensamientos.

Un único local tenía las luces encendidas. Se acercó dudoso sobre lo que allí se vendía. Leyó el letrero: El descanso. El aroma del café recién hecho asaltó su olfato. Vacilante empujó la puerta y entró.

4

Estaba amaneciendo. Los primeros rayos del sol de invierno despertaron a Gabriel, que dolorido se revolvió en el sofá de la librería.

Los impuestos que debía presentar esa semana, eran los causantes de su falta de sueño.

Aunque era muy temprano, se decidió a abrir. Encendió la cafetera y esperó ansioso a que el negro líquido sanara su sopor. Con los ojos cerrados sorbió de su taza, saboreando, dejando al café entibiar su cuerpo.

Se giró asustado al escuchar la puerta, y su mirada quedó anclada en el hombre que la traspasó.

Perplejo y confundido, sus manos no acertaron a sostener con fuerza el recipiente. Docenas de diminutas piezas de cerámica salieron volando en todas direcciones, salpicando con lunares negros sus arrugados pantalones.

—No sé si está abierto.

Su voz. Nunca antes había oído su voz. Se encontró hechizado, como si aquellas simples palabras fueran cantos de sirena. Su boca entreabierta no atinaba a pronunciar ni una sílaba, y su cuerpo no respondió a la orden de moverse.


Iván le miraba desconcertado a la par que divertido. La camisa estaba fuera de sus pantalones; el cabello, un poco largo, se rebelaba alzando sus puntas; sus pies descalzos, lucían manchas de café. En conjunto, parecía la imagen de alguien que había pasado una noche intensa.

Dejó el abrigo en el perchero y se sentó a la barra, apoyando la cara en sus manos, acto que no ayudó para nada a Gabriel, que seguía en un estado catatónico.

—Oye, no se si debería haber entrado, pero de verdad, necesito tomar algo, y creo que tu también.

Sus palabras le devolvieron a la realidad, pasando a ser un manojo de nervios. Se alisó el pelo, e intentó colocar la ropa mientras recogía el desastre de suelo.

Tomó aire para tranquilizarse y se dirigió a él tendiéndole la mano.

—Perdona por este lío. Soy Gabriel.

La tibieza de Gabriel envió un mensaje extraño, desconocido, e Iván se retiró un tanto asustado.

—Tengo las manos frías—se disculpó.

Gabriel sonrío y dejó que el silencio acomodará el ambiente.

— ¿Esto es una cafetería?

— ¿Tú qué crees?

Iván examinó la tienda tomándose su tiempo.

—Demasiados libros.

—Es una librería. Diferente, pero librería al fin y al cabo.

Contempló como curioseaba en los estantes, aun sin poderse creer que estuviera allí. Ahueco los cojines del sofá en el que había pasado la noche, con la seguridad de que elegiría ese lugar.

Pero Iván había encontrado su sitio. El asiento del fondo del que nadie se acordaba, acogió su cuerpo. Entre sus manos, los diarios anónimos completaban su belleza.

Las horas fueron pasando en un ir y venir de gente. Iván seguía enfrascado en la lectura, alzando las cejas, sonriendo a medias, serio en algunos momentos, siempre acorde con la narración.

Llegó el final de la jornada y Gabriel se acercó.

—Creo que el día ha sido largo para los dos. Deberíamos ir a descansar.


Iván le miró como si acabase de despertar, aún en la neblina del relato. Miró su reloj y se percató de las horas que había estado en aquel lugar. Estaba tranquilo, relajado, como no lo había estado nunca. En su cabeza no quedaba rastro de males, ni de recuerdos, tan solo paz.

— ¿Puedo llevármelo a casa?

— Únicamente, si me prometes volver.

5

La primavera tocaba a su fin y el verano acechaba tras los árboles brotados. Se notaba en la calidez de los días, como cálidas eran las mañanas desde que Iván apareció.

Tras ese primer encuentro, no faltó ni un solo día a la cita. Los diarios de Germán de Bañuelos, dejaron de ser anónimos. El excéntrico caballero que relató su vida y milagros, los unió en conversaciones llenas de risas, en momentos de diatribas filosóficas, en descubrir a través de sus fotografías una ciudad que tantos años después resultaba desconocida.

En ese tiempo, nada conoció de él. Permanecía encerrado en una amnesia obligada, solo el presente era revelado.

Gabriel esperaba paciente, como tantas veces lo había hecho en el andén de la estación. Se acercaba y alejaba, tiraba y aflojaba, consciente de que ya no podría abandonar.

Antes de que la tarde llegara, y con ella Iván, despegó de las hojas de Germán una foto que siempre les había llamado la atención y la guardo en su cartera.

Iván recibió un beso en la mejilla al entrar. No dejaba de sorprenderse ante las muestras de cariño. Sus ojos se teñían de una profunda tristeza cada vez que era agasajado con esos presentes de afecto. Quería avanzar, dar un paso más, pero ¿qué podía ofrecer?

Tenía éxito y dinero; una casa envidiable; viajes en su haber que pocos podrían disfrutar. A pesar de todo, la Navidad la pasaba solo y los cumpleaños dejaron de celebrarse. No tenía a quién llamar cuando las pesadillas lo despertaban empapado en un sudor lleno de miedo.

Esos pensamientos lo empujaron a un abrazo desesperado. Se asió a los hombros de Gabriel que lo aceptó desconcertado.

— ¿Un mal día?

—Un día más.

Tras esas palabras, el mutismo se adueñó de Iván, que permanecía encogido en su asiento, haciéndose más pequeño a medida que avanzaban las horas.


Gabriel permanecía preocupado. Nunca antes la tristeza de su amigo le había golpeado de esa manera. Miró la imagen de su cartera, y decidió cambiar los planes que tenía previstos para el fin de semana.

—Levántate, nos vamos.

— ¿Nos vamos? ¿Dónde? Falta todavía una hora para cerrar.

—Confía en mí.

Y eso fue lo que hizo. Confiar ciegamente en él. Subió al coche y se dejó llevar a las afueras de la ciudad. Aparcaron delante de un desguace. Observaba a Gabriel que no hacía otra cosa que mirar, y volver a mirar, algo que tenía en sus manos.

—Es aquí.

— ¿Necesitas alguna pieza? Yo creo que el coche anda bien.

Gabriel le dedico una de esas sonrisas enigmáticas que tanto le gustaban. Tiró de él y se dirigieron dentro. El recinto era muy grande y caminaron durante bastante tiempo. En un momento dado, Gabriel se paró en secó y saco un pañuelo.

— ¿Qué haces?

—Voy a vendarte los ojos.

Tan sorprendido quedó, que se dejó hacer. Con pasos dudosos, consintió que Gabriel le guiase. Al caer la venda no pudo menos que abrir la boca en señal de asombro. Ahí estaba. El árbol de las fotos de Germán en el que había grabado las iniciales de su primer amor.

Se izaba erguido, orgulloso a pesar de los años, rodeado de ruedas, motores, guardabarros, vehículos jubilados y un sin fin de cachivaches, que no le restaban ni ápice de la hermosura que aún conservaba de su juventud.

— ¿Cómo lo sabías?

— Releíste esta historia cientos de veces, y no dejabas de preguntarte dónde podría estar. Lo cierto es, que lo encontré por casualidad. En realidad quería prepararlo mejor, y haber venido el fin de semana, pero…aquí estamos.

Sentados en el suelo grasiento, contemplaron en silencio esa añeja belleza, confesora de amores y desamores, acercándose sin querer, apenas rozándose.

Gabriel tocó su cara, e Iván sintió el dolor de una herida abierta, pero no se apartó.

Dejó que sus manos recorrieran su rostro. Se detenían en sus ojos, recorrían su nariz, acariciaba sus mejillas, como un ciego, memorizando en las yemas de sus dedos sus excepcionales rasgos.

Su pulgar se demoró en sus labios entreabiertos, preparándole para el aleteo de un beso. No pudo menos que salir a su encuentro, y después de tanto tiempo, sus bocas se juntaron, anulando la sequía con la humedad de sus lenguas. Explorando, conociendo, lentamente, como si el tiempo no existiera.

Gabriel comenzó a desabrochar los botones de la camisa, y sintió como se tensaba. Le tranquilizó con la mirada y vio como avergonzado bajaba la cabeza. Así lo descubrió.

Los tatuajes en su espalda, las leyendas de su vida. Se demoró en cada una de ellas percibiendo las cicatrices que escondían.

—Debería contártelo

—No hace falta. Lo llevas escrito en tu piel.

Abrazados se hicieron aire, sus cuerpos unidos en busca de un gozo nunca antes conocido. Iván dejó de ser espectador en una función de la que jamás había sido protagonista. Esta vez, pasó a ofrecer en vez de ser el ofrecido.

El placer le atravesó, rompiendo sus cadenas, liberándole de una vez por todas.

En ese lago de deshechos mecánicos, los acertó la noche. Juntos, sin poder separarse.


— ¿Porqué dejar esta sin nombrar?—le dijo mientras acariciaba la cicatriz de su costado.
—Es lo único que no había conseguido.
—Ahora me pertenece, porque ya me encontraste


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4 comentarios:

Unknown dijo...

¡Hola Elo!
Precioso ^^ sabes ponerle magia a las situaciones cotidianas y haces que una se encariñe con los personajes. Una historia triste con un final feliz ^^ me ha dejado una sensación muy agradable.
Eché de menos algo en el final, quizá la frase última necesite una forma que impacte más, pero de todos modos es preciosa.

Me has alegrado la mañana

Un abrazo

Abril Ansurez dijo...

Muchas gracias Aurora, si supiera hacer esos premios para los blogs, te daría uno que pusiera "The First". La primera que me leyó, las primeras palabras bellas, la primera oportunidad...
Cada vez que leo tu nombre ya tengo una sonrisa en mi cara.
Tendré muy en cuenta tu sugerencia.

Un besito

Cuquisev dijo...

Realmente lo que me apetece escribir es gracias, en tono intimo y a la vez maravillado, pues has puesto en letras tal cantidad de sentimientos y has dado en el clavo con el ritmo de la narración que la hace totalmente creible, casi como recordandola.Y tengo que estar de acuerdo que quizás al final no queda totalmente aclarado el concepto de la cicatriz desnuda , sin letrero ,el porqué... no sé, la leeré mas veces y ya te volveré a contar . Besos.

Cuquisev dijo...

Hey, aqui estoy, te dije que volvería y si, lo encontré y creo que está totalmente diáfano: en la última frase del primer capi, claro cómo el agua.Y, si lo unes al final , totalmente correcto.O asi lo he entendido yo, ya me dirás...
Muack...