La autoflagelación amorosa
después de una ruptura siempre viene de la mano de latigazos de lástima,
rencores hacia quien no se los merece, odios infundados y seguidamente una
buena dosis de autocompasión acompañada de cebo extra para nuestros defectos.
Salvo en una ocasión, que
puede que algún día os la cuente, siempre he sido yo la que he puesto el punto
y el final.
Nunca he odiado a nadie,
al menos no el tiempo suficiente para que se pueda considerar rencor, y siempre
he acabado echándome la culpa a pesar de ser la que toma la decisión.
Lo confieso, lo he vuelto
a hacer, y esta vez estaba enganchada hasta tal punto, que el miedo a sentir
hacía que ese espacio racional que tengo en mi cerebro se colapsara temiendo
que llegara a estallar. Puedo decir, aunque sea con una voz casi inaudible, que
le quería, porque todas las virtudes que tiene no pudieron con las imperfecciones que yo cree para él. Fallos
y taras que se me olvidaban en el momento que me miraba o ponía un dedo sobre
mi piel, porque la putada de todo esto es que había química.
Química de esa que te hace gemir y no cansarte nunca,
química de estar húmeda solo al oírle subir las escaleras, química que no nos
dejaba hablar hasta que no terminábamos de jadear.
Nunca me prometió nada, no
me mintió sobre lo que esperaba de esta “cosa” que teníamos, y en todas las
ocasiones yo acepté sumisa sus condiciones, pero creo que no era yo quien
afirmaba, porque los reproches comenzaban a salir solos una vez que mi cabeza
tomaba el control.
Somos lo que hemos vivido,
y aunque nos engañamos diciendo que hemos pasado página, que aquello que de
verdad dolió y no inventamos ha desaparecido, que los olvidos son permanentes,
nos mentimos en una espiral cual día de la marmota.
Queda ahí, en un espacio
pequeño y aparentemente invisible que salta como un resorte mal engrasado
cuando menos te lo esperas.
En el fondo uno lo sabe. Sabe
con toda certeza que aunque lo desee no va a volver a pasar por esas
situaciones que nos minaron e hicieron que agacháramos la cabeza
Entonces, ¿por qué? ¿Por
qué elegimos siempre al príncipe de cualquier color y no al azul que deseamos?
Analizándolo fríamente,
quizás no sea él quien hizo las cosas mal. Pedimos, pedimos y volvemos a pedir
y te niegan todas y cada una de las demandas que haces en un ataque frontal y
sincero. ¿Qué razón hay entonces, aún sabiendo que no es lo que quieres, para
claudicar y continuar?
Hace tiempo leí un artículo
de un psicólogo argentino, que no cito por desconocimiento, en el que nos
llamaba “prostitutas emocionales” a las mujeres como yo.
Decía algo así como esto: “JÓDANSE!
¡JÓDANSE EMOCIONALMENTE!
“Lo que vos tuviste no es amor, pero vos hiciste lo mismo que tu pareja, exactamente lo mismo. Pero eso no es amor, eso de darle todo para exigirle no es amor, es un negocio: yo te doy tanto, me tienes que devolver tanto…eso no es amor; eso es una transacción comercial, eso es un toma y daca de precios con sentimientos”
“Lo que vos tuviste no es amor, pero vos hiciste lo mismo que tu pareja, exactamente lo mismo. Pero eso no es amor, eso de darle todo para exigirle no es amor, es un negocio: yo te doy tanto, me tienes que devolver tanto…eso no es amor; eso es una transacción comercial, eso es un toma y daca de precios con sentimientos”
Quiero aferrarme a estas palabras para autoconvencerme que
ese mensaje que le escribí era lo correcto. No estoy tan segura ya.
Si acabas algo, como en anteriores ocasiones, y tu vida
mejora es lo acertado.
Echas de menos la rutina, instantes puntuales, pero no le
echas de menos a él.
¿Qué pasa cuando por primera vez en tu vida lo que echas de
menos es a la persona? Trece años de matrimonio no consiguieron que una vez terminado todo, pensara en volver con
él. Trece años de matrimonio consiguieron que yo sola me hiciera daño, por
buscar quimeras que no existían, por encontrarme con rencores que se quedan
anclados y que ahora veo en todas partes. Consiguieron hacerme prisionera de
intolerancias y negativas que vomito sin cesar, incluso antes de que se
planteen. Y yo y sólo yo soy la culpable. No cedas, no cedas…es el mantra que
se repite sin cesar ayudado por miedos carentes de sentido.
Ayer, hoy y seguramente mañana, le echo de menos a ÉL, así,
en mayúsculas.
Ha tenido paciencia, es la segunda vez que le digo que todo
se acaba, y tal vez no lo sepa, pero en mi mente retorcida esperaba una
respuesta y no el respeto a mis decisiones. Por eso lo hice. Esperaba que se
acercara a mi casa y me dijera que estaba en un error, esperaba que al abrir la
puerta solo me besara y ya después conversaríamos, esperaba, que aún habiéndole
hecho daño ,me enumerara todos y cada uno de los motivos por los que un príncipe verde supera con creces a un
azul desteñido de imaginarlo.
La realidad no lleva un color predeterminado, solo colores
con matices que a veces se tornan grises y otras veces de un amarillo
resplandeciente.
Solo intentaba en un ataque desesperado, egoísta y cabreado romper
el muro de sus decepciones, llamar su atención para decirle que estaba aquí,
que yo podría ser la que rompiera sus silencios, que soy la que quiere tener calma
para esperarle. Y solo daño para acercarme. Impaciencia de sentimientos
descontrolados que no saben de sosiego.
Me gustan los príncipes verdes, los que cambian de color con
su humor, los difíciles que hacen que lo sencillo resulte aburrido, los que me
desatan la pasión sin dominio.
Los pluscuamperfectos no son buenos en momentos como el mío, pero
ojala se hubiera dado cuenta que estoy perdida, que no se hacer las cosas de
otra manera porque nunca me dieron la
oportunidad de aprender. Ojala venga y me sacuda los miedos, y hable conmigo
hasta secar las palabras, y me deje entrar. Yo solo quiero colarme en su
espacio, nunca elegí bien la manera de hacerlo. Tan sólo intentarlo. Ojala una
llamada, aunque sea para decir que es él que no me soporta. Ojala un mensaje
poniendo en evidencia mis faltas. Ojala que rompa el silencio que le rodea y
que me impulsa a cometer actos imprudentes y sin sentido para conseguir que me
eche de menos.
Ojala….
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