No conozco a nadie que alguna vez en su vida, no se haya parado
a pensar como sería esta si hubiera tomado decisiones distintas.
En determinados momentos fantaseamos con una vida teñida de
condicionales, de futuros hipotéticos que nunca ocurrieron, pero que aún así
echamos de menos.
Porque se puede echar de menos aquello que nunca tuvimos, y a
veces duele más que lo que hemos perdido.
Y en este trance reflexivo me encontraba, justo antes de
abandonarme entre la calidez de las mantas, estrechada por los brazos del
cansancio que ahuyentan la vigilia, cuando mis ojos dejaron de distinguir los
colores en aquel espacio inmensamente vacío, carente de atmósfera. Todos los
colores del arco iris en una suma perfecta invisible a mis ojos, longitudes de
onda absorbentes que no tenían donde reflejarse en ese cosmos aséptico e
irreal.
Giré sobre mi misma bailando sobre la nada, hasta que fui capaz
de distinguir a lo lejos un diminuto punto de luz rojo. Atraída por el color,
dejé que mi cuerpo avanzara a un ritmo desconocido al encuentro de ese espectro
visible.
Simplemente un botón. Un botón redondo de tamaño indefinido
suspendido inocentemente entre aquella marea de vacío.
Supe al instante lo que significaba, aún no habiendo nadie que
me diera una explicación coherente. Una oportunidad de ser otra dentro de mi
misma, de omitir errores y cometer otros nuevos, de olvidar lugares para
conocer otros, de recordar personas que aún no había conocido…
Era tan fácil…acercar mi dedo y pulsar casi sin ejercer presión,
y mi mundo inmerso en una constante teoría del caos evolucionaría con un
sencillo pensamiento que antes no hubiera tenido.
Tan tentador…tan relajante el saberse poseedor de ese don.
Pero y si…Llevé mis manos hacia mi vientre, cuna primitiva de un
acierto deseado, angustiada ya por el olvido que no se había producido.
Me sentía una de las Eternas de Isaac Asimov repleta de
buenas intenciones, pero sabiendo que una única nimiedad, un cambio mínimo
necesario, no solo cambiaría mi universo conocido, arrasaría con el universo de
un neonato que dejaría de existir, y yo, nunca me desharía de la frustrante
necesidad de echar de menos lo que nunca tuve.
¿Podría hacerlo? ¿Podría cambiar el rumbo del mundo sin
importarme a quien afectara?
Visualicé mi nueva vida envuelta en una ansiedad sin fin en
busca del momento exacto. Un ovulo fecundado por un gameto concreto, ese y no
otro, con una carga de ADN única, creadora de una exclusiva personalidad.
El olvido no es una opción cuando amas tanto, solo cabe la
renuncia.
El rojo se fue tiñendo de una amalgama de colores, hasta acabar
convirtiéndose en una nebulosa que se desdibujaba ante mis ojos apartando de mí
una ocasión nunca imaginada.
Decisiones en este firmamento, decisiones en otro paralelo,
decisiones al fin y al cabo que hacen tambalear día a día un destino que nunca
está escrito.
Replegué el cuerpo en un acto de defensa, mis rodillas
acariciando mi pecho, mis brazos rodeando mis piernas, un ovillo de carne
resguardando un principio.
Me dejé llevar a través del reposo uniforme que es el sueño,
entre quimeras y desvaríos, para aterrizar con suavidad en la realidad de un
colchón que ahora estaba frío.
Rojos, azules, violetas…aparecieron cegándome después de aquel
trance incoloro. Reconocí mi cuarto, sentí la fragancia de mi casa arropada por
lo cotidiano y en medio de esa objetividad aceptada lo sentí moviéndose bajo mi
piel.
No necesitaba hacer las cosas de otro modo, no necesitaba
cambiar una vida ya vivida, mi universo comenzaba a estar lleno de cambios, de
nimiedades que trazaban un camino anclado en un perenne efecto mariposa.
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