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09 marzo 2014

FUERA DE MÍ, DENTRO DE TI

QUIQUE

A las siete y media de la mañana, no suelo encontrarme con mucho tráfico en la carretera comarcal que me lleva a mi trabajo.
El coche da pequeños botes al pisar los baches, siguiendo el ritmo de la música que suena en la radio. El paisaje es árido y anodino hasta llegar a la entrada de la Clínica Babel.
Parado ante el portón de seguridad, mientras espero a que el guardia de seguridad confirme mi acreditación, no puedo dejar de mirar el cartel con cierta ironía.
El doctor Velasco, tenía sin duda un extraño sentido del humor al nombrar así a un sanatorio mental. O quizás fue un acierto, el que no entendamos a todos los que allí habitan, puede que se deba a que hablan distintos idiomas que no conocemos.
Cerca de dos kilómetros separan la puerta de entrada del edificio principal. Nada que ver ese paisaje que ahora recorro, con lo que veo a diario desde las ventanillas de mi coche. Arboledas de hace más de cincuenta años, que se van espaciando a medida que avanzo, conviven con un jardín cuidado con demasiado esmero. Tanto que parece irreal.
El camino se desvía hacia la izquierda hasta llegar a la parte trasera, donde el parking me espera sin bienvenidas.

Dos años llevo aquí de celador, los mismos que  Martina, la paciente a la que voy a buscar.
La variedad de “clientes” de este lugar no es mucha. La clínica fue en sus inicios una casa de reposo para curar ansiedades y demás afecciones nerviosas de la clase alta.
Hoy podríamos decir que se encarga de lo mismo. El dinero sirve para buscar la felicidad en multitud de formas, pero la felicidad, esa puta con principios que no se sabe a que clase pertenece, no suele venderse a no ser que ella quiera .Es selectiva y caprichosa. Por mucho que la agasajes, la busques creyendo encontrarla en banalidades, solo hace acto de presencia cuando lo considera oportuno. De ahí que sea tan fugaz y poco constante.
Muchos de los rostros que veo en mis turnos, los he ojeado antes en revistas y en periódicos. Otros no dejan ver sus caras, pero sus apellidos los delatan. Pero una cosa esta clara, todos están aquí porque se perdieron en el ambicioso viaje en busca de la felicidad.

Martina, es un caso curioso. Pertenece a una familia de clase media, padre cajero de un banco y madre contable en una asesoría. No tiene hermanos, ni amigos, al menos ninguno que la venga a visitar.
Su padre vendió una tierra durante la bonanza  de la construcción, pero mientras ingresaba el dinero en su banco, no llegó a imaginar que sería usado para pagar el tratamiento de su hija.
No hubo un periplo de clínicas hasta acabar aquí. Fue la primera que eligieron por recomendación de su jefe, —la mejor — le dijo, sin acabar de revelarle el secreto de su conocimiento, que no era otro que el ingreso de su mujer tras una crisis de ansiedad, al conocer la relación extramatrimonial de su marido con la joven camarera de la cafetería de al lado. La buena señora se ha aficionado a las estancias periódicas en este lugar. Para ella, la felicidad mora aquí.

Martina tiene veinte años, una melena lacia y negra que sobrepasa los hombros, y que le recogen a diario en una coleta baja con una goma del mismo color.
Ha adelgazado desde que entró. En su primer día traía consigo unas curvas impecables. Cintura no demasiado pequeña, caderas que encajaban a la perfección en sus vaqueros de tiro bajo, y pechos pequeños, escondidos tras un sujetador con relleno que se intuía bajo la camiseta desgastada de mercadillo.
Lo que más llama la atención en su rostro menudo de nariz pequeña, son sus ojos. Los enmarcan unas pestañas tupidas y largas  que los hacen aún más atrayentes. Oscuros y muy abiertos solo miran hacia un lugar que no debe encontrase aquí.

A escondidas leo los historiales, no para revelárselos a nadie, tan solo por la curiosidad de saber que sucesos trastornan la vida de las personas, hasta llegar al retiro de la cotidianidad a la que más tarde regresan.
De ella se revelaba la progresión de una apatía. Dejó el equipo de balonmano, más tarde dejó de salir con sus amigos, sus frases se convirtieron en monosílabos, y un día entró en su habitación y no regresó. Y digo que no regresó, porque estoy plenamente convencido que emigró hacia otro espacio.
Aquel día no dio las buenas noches. Se oyó la puerta al cerrarse y ni un ruido más. Era viernes. Sus padres fueron al trabajo, y no volvieron hasta las tres de la madrugada tras una cena. No se les ocurrió mirar en su cuarto hasta la hora de comer del día siguiente.
Martina permanecía sentada en una silla frente a la ventana. Inmóvil, sin parpadear. El único acto mecánico al que respondía era al de la respiración. No volvió a hablar, ni a comer salvo que le pusieran la comida en la boca. La duchaban, la vestían, e incluso con regularidad la sentaban en el baño.
Se convirtió en un cuerpo dirigido y ausente, atrapada o puede que liberada de este mundo. Y así llegó aquí, como una bella marioneta accionada por los hilos de la rutina.

Me gusta el turno de la mañana porque me da más tempo para estar con ella. No hay interrupciones, ni voces en los pasillos. Una auxiliar le daba el desayuno en la habitación antes de ir  a la consulta, de forma apresurada y sin delicadeza. Yo me ofrecí a hacerlo por ella y no puso ninguna objeción. Da igual lo que le lleves, zumo, café con leche, galletas o tostadas. Se limita abrir la boca y a masticar.
Me siento frente a ella e intento que sus ojos se centren en los míos, mientras le cuento historias. Historias de la clínica, de mi familia, de mi vida… mi propia terapia de desahogo sin respuesta, pero nunca sus ojos me miran.
Aquel día quedó una miga en la comisura de su boca, y mi dedo la recogió sin intención. Estaba tibia, suave en la quietud de ese rictus perenne. Mi palma descansó sobre su rostro y de forma natural el peso de su cara reposó ladeado sobre mi mano.
Me dejó entrar. Entornó esa puerta cerrada a través de su mirada, y sentí como era transportado hacia su nuevo hogar.
Un túnel laberíntico y en  penumbra me recibió, fascinante, tentador, sugestivo.
Pude darme la vuelta, noté la opción de esa última decisión, pero no eché la vista atrás.
Caminé, pausadamente, observando, recordando, cada vez más alejado de mí. Cada vez más feliz.
  

MARTINA


Desde este lugar no tengo una noción del tiempo real. No se si han transcurrido unas horas, unos minutos o unos días. Carece de importancia. Por ese motivo no se cuando llegué, aunque si la razón de estar aquí.
Mi cabeza ha sido siempre mi refugio. Es casa ante cualquier vicisitud. Para las alegrías contenidas, para las humillaciones sin alegaciones, para esconderse de las conversaciones, para los planes ocultos, para las canciones con significado. Es una mansión al gusto, con días en los que funciona la luz y otros en que las tormentas la apagan. Todos disponemos de esa guarida a la que echamos mano de manera inconsciente.

Las visitas a mi interior se podrían consideran de una frecuencia rozando la media. O así lo creía. A la vista de los demás debían ser más habituales, teniendo en cuenta las acusaciones de tímida e introvertida que tiraban a mi paso.
Yo no elegí ser así, no pedí desde el útero materno la imposibilidad de socializar, ni tampoco la virtud de esconderme en mis pensamientos.
Escucho, observo, analizo, pero mis palabras no son capaces de dirigirse a mi boca para expresar todo lo que quiero contar. Ese preciso instante  donde sin miramientos todo debía revelarse se volvía contra mí.
Dos pares de ojos por cuatro personas, suman ocho miradas inquisitorias. Te examinan, te descomponen, te individualizan, ves su respuesta corporal defensiva ante una contestación no pronunciada. Mil milisegundos bastan para que aquello que no sabes que van a decir comience a importarte. Es un reflejo imparable que te paraliza. La ansiedad te hace prisionera, la angustia se adueña de tu persona, la sangre se dirige sin control hacia la cara, y cuando haces acopio de un valor que no tienes, las palabras salen dándose codazos unas a otras en un tartamudeo grotesco.
Del momento posterior solo te quedas con las caras de asombro, las risas sin disimulos…y no ves más porque tu barbilla ya toca el pecho mientras te diriges a cualquier lugar sin vida humana.
La sucesión de estos momentos te lleva con asiduidad desmedida hasta el fondo de ti, donde respondes, debates, opinas, con una seguridad de la que careces.

Tuve una amiga, aunque en realidad eran dos, como unas siamesas sin operación. Iban siempre juntas, Alicia venía conmigo y por extensión Ana también, aunque me ignoraba de tal forma que llegué a creer, que el personaje de H.G. Wells se había reencarnado en mi. La mujer invisible que podía llevar ropa.
Alicia hablaba sin parar, me convertí en su cruzada personal para curarme de mi “extraña actitud” como ella lo llamaba. Realmente solo era la oreja que la escuchaba. El arte de la conversación en los adolescentes, adolece del trasfondo en lo que se quiere contar. A veces, si estábamos solas, reunía toda la información que me transmitía sin control, y la aconsejaba con una sabiduría impropia de mi edad. Eso la ataba a mí.

Mi vida no compartida, transcurría entre Alicia, el equipo de balonmano y las clases en el instituto. Tener unos padres poco comunicativos, no ayudaba mucho para poder salir de mi encierro.
Alicia encontró el amor  seis meses después de mi diecisiete cumpleaños. Un enamoramiento primario que cortó el cordón umbilical con las costumbres adquiridas. Yo era una costumbre que hablaba con la cadencia de las gotas de un suero, que no liberaba las endorfinas que trazaban su sonrisa desmedida, ni proporcionaba las caricias escondidas en un baño a la hora de los recreos.
No fue una ruptura radical, fue un encadenamiento de horas no compartidas que culminaron en un adiós no confirmado.
Y me sentí sola, como no lo había estado nunca. Su ausencia en mi día a día se vio aumentada cuando decidió dejar el equipo. No aguanté más de una semana después de su partida. Desde ese momento todo lo que debería haber ocurrido en mi vida real, se mudó hacia mi cabeza.
Si veía una película en casa, en mi Martina paralela lo hacía desde el cine comiendo palomitas. Allí di también el discurso de graduación, y besé apasionadamente a Fran, el chico más increíblemente guapo del instituto Encinar.
Ya no me hacía falta hablar, no me interesaba todo lo externo a mi persona. Mi mundo era mucho mejor, seguro, apacible, fiable y sobre todo inexpugnable.
¿Por qué sufrir sin sentido cuando tenía un lugar donde ser feliz?

El traslado se hizo definitivo un veintiséis de junio, no fue premeditado, solo ocurrió, y en el momento que crucé el umbral de la irrealidad juré no volver.
No he tenido comunicación con el mundo exterior desde entonces, tan solo el rumor insistente de una voz. Es como un canto de sirenas que me distrae, y a veces hace que sus palabras se adentren sin ser invitadas.
No cesa, es implacable y constante, pero aquel día lo fue más. Lo sentí, sentí su piel contra la mía, escuché su desilusión ante la soledad de su casa vacía, me cantó una canción desentonada
“Is this the real life?
Is this just fantasy?.
Caugth in a landside.
No escape from reality.
Open your eyes.”

Y me rendí, por primera vez quise salir, y a punto estaba de hacerlo, cuando le vi entrar.
Su sonrisa iluminaba el laberinto oscuro de la entrada, sus ojos curiosos se bebían sin pudor las imágenes que yo había construido, y despacio, muy despacio, fue llegando a mí.


LA DECISIÓN

Pasar el laberinto no me pareció complicado. A cada paso que daba las paredes se iban derrumbando dejando alternativas abiertas para poder llegar a la salida.
Nunca imaginé un laberinto así, con paredes esculpidas, dibujos de colores vivos que colgaban de sus paredes, de ladrillos que desprendían melodías, y palabras, torrentes de palabras que te atravesaban, algunas aguijoneando, otras acariciando y alguna que otra enfurecida.

Supe que era la salida, porque irónicamente, en la puerta colgaba un cartel que indicaba que era la entrada. Giré el pomo y la encontré, no se si perpleja o asustada, pero esperándome.

Me giré temiendo que todas las puertas que había cruzado se cerraran de golpe, pero todo permanecía igual. Su mano estaba extendida esperando la mía, una invitación  sincera que no pude rechazar. Sentados sobre un banco rojo comenzamos a hablar, escupiendo todo lo que nos atormentaba, vomitando aquello que nos hacía daño, acompañándonos cada uno en nuestros tormentos que a cualquier otro le parecerían banales, y supe que ese no era mi lugar.
 Necesitaba del sol que calienta de verdad, y del frío que helaba mis manos. Necesitaba el caos de la ciudad, los días inoportunos y negros que me traían después alguno que otro disfrazado de optimismo. Quería seguir oyendo el rumor de la gente, las lamentaciones que no servían, las oportunidades que se inventan.
Vivir le llaman, enfrentarse a batallas sin guerras con la cara descubierta.

Argumenté con la vehemencia del que se cree poseedor de la verdad, de las mil y una razones para dejar de esconderse. Le hablé de motivos que desconocía, de manos que estaban dispuestas a tirar de ella, de mi esperándola fuera, de la maestría de luchar, porque es en la lucha donde se manifiestan las virtudes y se acobardan los defectos, porque no hace falta construir irrealidades para conseguir tu porción de felicidad.
Esos ojos oscuros, de los que yo sólo conocía su estatismo, me miraron con el apetito del que quiere creer, y con el cansancio del que supone que lo sabe todo, dudando entre elegir el conformismo de la comodidad, o la aventura de un viaje que se puede convertir en desagradable.

— Ven conmigo—le dije mientras me retiraba hacia la salida, y en ese momento, me desveló su decisión.


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