QUIQUE
A las siete y media de la mañana, no suelo encontrarme con
mucho tráfico en la carretera comarcal que me lleva a mi trabajo.
El coche da pequeños botes al pisar los baches, siguiendo el
ritmo de la música que suena en la radio. El paisaje es árido y anodino hasta
llegar a la entrada de la Clínica Babel.
Parado ante el portón de seguridad, mientras espero a que el
guardia de seguridad confirme mi acreditación, no puedo dejar de mirar el
cartel con cierta ironía.
El doctor Velasco, tenía sin duda un extraño sentido del
humor al nombrar así a un sanatorio mental. O quizás fue un acierto, el que no
entendamos a todos los que allí habitan, puede que se deba a que hablan
distintos idiomas que no conocemos.
Cerca de dos kilómetros separan la puerta de entrada del
edificio principal. Nada que ver ese paisaje que ahora recorro, con lo que veo
a diario desde las ventanillas de mi coche. Arboledas de hace más de cincuenta
años, que se van espaciando a medida que avanzo, conviven con un jardín cuidado
con demasiado esmero. Tanto que parece irreal.
El camino se desvía hacia la izquierda hasta llegar a la
parte trasera, donde el parking me espera sin bienvenidas.
Dos años llevo aquí de celador, los mismos que Martina, la paciente a la que voy a buscar.
La variedad de “clientes” de este lugar no es mucha. La
clínica fue en sus inicios una casa de reposo para curar ansiedades y demás
afecciones nerviosas de la clase alta.
Hoy podríamos decir que se encarga de lo mismo. El dinero
sirve para buscar la felicidad en multitud de formas, pero la felicidad, esa
puta con principios que no se sabe a que clase pertenece, no suele venderse a
no ser que ella quiera .Es selectiva y caprichosa. Por mucho que la agasajes,
la busques creyendo encontrarla en banalidades, solo hace acto de presencia
cuando lo considera oportuno. De ahí que sea tan fugaz y poco constante.
Muchos de los rostros que veo en mis turnos, los he ojeado
antes en revistas y en periódicos. Otros no dejan ver sus caras, pero sus apellidos
los delatan. Pero una cosa esta clara, todos están aquí porque se perdieron en
el ambicioso viaje en busca de la felicidad.
Martina, es un caso curioso. Pertenece a una familia de
clase media, padre cajero de un banco y madre contable en una asesoría. No
tiene hermanos, ni amigos, al menos ninguno que la venga a visitar.
Su padre vendió una tierra durante la bonanza de la construcción, pero mientras ingresaba el
dinero en su banco, no llegó a imaginar que sería usado para pagar el
tratamiento de su hija.
No hubo un periplo de clínicas hasta acabar aquí. Fue la
primera que eligieron por recomendación de su jefe, —la mejor — le dijo, sin
acabar de revelarle el secreto de su conocimiento, que no era otro que el
ingreso de su mujer tras una crisis de ansiedad, al conocer la relación
extramatrimonial de su marido con la joven camarera de la cafetería de al lado.
La buena señora se ha aficionado a las estancias periódicas en este lugar. Para
ella, la felicidad mora aquí.
Martina tiene veinte años, una melena lacia y negra que
sobrepasa los hombros, y que le recogen a diario en una coleta baja con una
goma del mismo color.
Ha adelgazado desde que entró. En su primer día traía
consigo unas curvas impecables. Cintura no demasiado pequeña, caderas que
encajaban a la perfección en sus vaqueros de tiro bajo, y pechos pequeños,
escondidos tras un sujetador con relleno que se intuía bajo la camiseta
desgastada de mercadillo.
Lo que más llama la atención en su rostro menudo de nariz
pequeña, son sus ojos. Los enmarcan unas pestañas tupidas y largas que los hacen aún más atrayentes. Oscuros y
muy abiertos solo miran hacia un lugar que no debe encontrase aquí.
A escondidas leo los historiales, no para revelárselos a
nadie, tan solo por la curiosidad de saber que sucesos trastornan la vida de
las personas, hasta llegar al retiro de la cotidianidad a la que más tarde
regresan.
De ella se revelaba la progresión de una apatía. Dejó el
equipo de balonmano, más tarde dejó de salir con sus amigos, sus frases se
convirtieron en monosílabos, y un día entró en su habitación y no regresó. Y
digo que no regresó, porque estoy plenamente convencido que emigró hacia otro
espacio.
Aquel día no dio las buenas noches. Se oyó la puerta al
cerrarse y ni un ruido más. Era viernes. Sus padres fueron al trabajo, y no
volvieron hasta las tres de la madrugada tras una cena. No se les ocurrió mirar
en su cuarto hasta la hora de comer del día siguiente.
Martina permanecía sentada en una silla frente a la ventana.
Inmóvil, sin parpadear. El único acto mecánico al que respondía era al de la
respiración. No volvió a hablar, ni a comer salvo que le pusieran la comida en
la boca. La duchaban, la vestían, e incluso con regularidad la sentaban en el
baño.
Se convirtió en un cuerpo dirigido y ausente, atrapada o
puede que liberada de este mundo. Y así llegó aquí, como una bella marioneta
accionada por los hilos de la rutina.
Me gusta el turno de la mañana porque me da más tempo para
estar con ella. No hay interrupciones, ni voces en los pasillos. Una auxiliar
le daba el desayuno en la habitación antes de ir a la consulta, de forma apresurada y sin
delicadeza. Yo me ofrecí a hacerlo por ella y no puso ninguna objeción. Da
igual lo que le lleves, zumo, café con leche, galletas o tostadas. Se limita
abrir la boca y a masticar.
Me siento frente a ella e intento que sus ojos se centren en
los míos, mientras le cuento historias. Historias de la clínica, de mi familia,
de mi vida… mi propia terapia de desahogo sin respuesta, pero nunca sus ojos me
miran.
Aquel día quedó una miga en la comisura de su boca, y mi
dedo la recogió sin intención. Estaba tibia, suave en la quietud de ese rictus
perenne. Mi palma descansó sobre su rostro y de forma natural el peso de su
cara reposó ladeado sobre mi mano.
Me dejó entrar. Entornó esa puerta cerrada a través de su
mirada, y sentí como era transportado hacia su nuevo hogar.
Un túnel laberíntico y en
penumbra me recibió, fascinante, tentador, sugestivo.
Pude darme la vuelta, noté la opción de esa última decisión,
pero no eché la vista atrás.
Caminé, pausadamente, observando, recordando, cada vez más
alejado de mí. Cada vez más feliz.
MARTINA
Desde este lugar no tengo una noción del tiempo real. No se
si han transcurrido unas horas, unos minutos o unos días. Carece de importancia.
Por ese motivo no se cuando llegué, aunque si la razón de estar aquí.
Mi cabeza ha sido siempre mi refugio. Es casa ante cualquier
vicisitud. Para las alegrías contenidas, para las humillaciones sin
alegaciones, para esconderse de las conversaciones, para los planes ocultos,
para las canciones con significado. Es una mansión al gusto, con días en los
que funciona la luz y otros en que las tormentas la apagan. Todos disponemos de
esa guarida a la que echamos mano de manera inconsciente.
Las visitas a mi interior se podrían consideran de una
frecuencia rozando la media. O así lo creía. A la vista de los demás debían ser
más habituales, teniendo en cuenta las acusaciones de tímida e introvertida que
tiraban a mi paso.
Yo no elegí ser así, no pedí desde el útero materno la
imposibilidad de socializar, ni tampoco la virtud de esconderme en mis
pensamientos.
Escucho, observo, analizo, pero mis palabras no son capaces
de dirigirse a mi boca para expresar todo lo que quiero contar. Ese preciso
instante donde sin miramientos todo
debía revelarse se volvía contra mí.
Dos pares de ojos por cuatro personas, suman ocho miradas
inquisitorias. Te examinan, te descomponen, te individualizan, ves su respuesta
corporal defensiva ante una contestación no pronunciada. Mil milisegundos
bastan para que aquello que no sabes que van a decir comience a importarte. Es
un reflejo imparable que te paraliza. La ansiedad te hace prisionera, la
angustia se adueña de tu persona, la sangre se dirige sin control hacia la
cara, y cuando haces acopio de un valor que no tienes, las palabras salen
dándose codazos unas a otras en un tartamudeo grotesco.
Del momento posterior solo te quedas con las caras de
asombro, las risas sin disimulos…y no ves más porque tu barbilla ya toca el
pecho mientras te diriges a cualquier lugar sin vida humana.
La sucesión de estos momentos te lleva con asiduidad
desmedida hasta el fondo de ti, donde respondes, debates, opinas, con una
seguridad de la que careces.
Tuve una amiga, aunque en realidad eran dos, como unas
siamesas sin operación. Iban siempre juntas, Alicia venía conmigo y por
extensión Ana también, aunque me ignoraba de tal forma que llegué a creer, que
el personaje de H.G. Wells se había reencarnado en mi. La mujer invisible que
podía llevar ropa.
Alicia hablaba sin parar, me convertí en su cruzada personal
para curarme de mi “extraña actitud” como ella lo llamaba. Realmente solo era
la oreja que la escuchaba. El arte de la conversación en los adolescentes,
adolece del trasfondo en lo que se quiere contar. A veces, si estábamos solas,
reunía toda la información que me transmitía sin control, y la aconsejaba con
una sabiduría impropia de mi edad. Eso la ataba a mí.
Mi vida no compartida, transcurría entre Alicia, el equipo
de balonmano y las clases en el instituto. Tener unos padres poco
comunicativos, no ayudaba mucho para poder salir de mi encierro.
Alicia encontró el amor
seis meses después de mi diecisiete cumpleaños. Un enamoramiento
primario que cortó el cordón umbilical con las costumbres adquiridas. Yo era
una costumbre que hablaba con la cadencia de las gotas de un suero, que no
liberaba las endorfinas que trazaban su sonrisa desmedida, ni proporcionaba las
caricias escondidas en un baño a la hora de los recreos.
No fue una ruptura radical, fue un encadenamiento de horas
no compartidas que culminaron en un adiós no confirmado.
Y me sentí sola, como no lo había estado nunca. Su ausencia
en mi día a día se vio aumentada cuando decidió dejar el equipo. No aguanté más
de una semana después de su partida. Desde ese momento todo lo que debería
haber ocurrido en mi vida real, se mudó hacia mi cabeza.
Si veía una película en casa, en mi Martina paralela lo
hacía desde el cine comiendo palomitas. Allí di también el discurso de
graduación, y besé apasionadamente a Fran, el chico más increíblemente guapo
del instituto Encinar.
Ya no me hacía falta hablar, no me interesaba todo lo
externo a mi persona. Mi mundo era mucho mejor, seguro, apacible, fiable y
sobre todo inexpugnable.
¿Por qué sufrir sin sentido
cuando tenía un lugar donde ser feliz?
El traslado se hizo definitivo un
veintiséis de junio, no fue premeditado, solo ocurrió, y en el momento que
crucé el umbral de la irrealidad juré no volver.
No he tenido comunicación con el
mundo exterior desde entonces, tan solo el rumor insistente de una voz. Es como
un canto de sirenas que me distrae, y a veces hace que sus palabras se adentren
sin ser invitadas.
No cesa, es implacable y
constante, pero aquel día lo fue más. Lo sentí, sentí su piel contra la mía,
escuché su desilusión ante la soledad de su casa vacía, me cantó una canción
desentonada
“Is this the real life?
Is this just fantasy?.
Caugth in a landside.
No escape from reality.
Open your eyes.”
Y me rendí, por primera vez quise salir, y a punto estaba de
hacerlo, cuando le vi entrar.
Su sonrisa iluminaba el laberinto oscuro de la entrada, sus
ojos curiosos se bebían sin pudor las imágenes que yo había construido, y
despacio, muy despacio, fue llegando a mí.
Pasar el laberinto no me pareció complicado. A cada paso que
daba las paredes se iban derrumbando dejando alternativas abiertas para poder
llegar a la salida.
Nunca imaginé un laberinto así, con paredes esculpidas,
dibujos de colores vivos que colgaban de sus paredes, de ladrillos que
desprendían melodías, y palabras, torrentes de palabras que te atravesaban,
algunas aguijoneando, otras acariciando y alguna que otra enfurecida.
Supe que era la salida, porque irónicamente, en la puerta
colgaba un cartel que indicaba que era la entrada. Giré el pomo y la encontré,
no se si perpleja o asustada, pero esperándome.
Me giré temiendo que todas las puertas que había cruzado se
cerraran de golpe, pero todo permanecía igual. Su mano estaba extendida
esperando la mía, una invitación sincera
que no pude rechazar. Sentados sobre un banco rojo comenzamos a hablar,
escupiendo todo lo que nos atormentaba, vomitando aquello que nos hacía daño,
acompañándonos cada uno en nuestros tormentos que a cualquier otro le
parecerían banales, y supe que ese no era mi lugar.
Necesitaba del sol
que calienta de verdad, y del frío que helaba mis manos. Necesitaba el caos de
la ciudad, los días inoportunos y negros que me traían después alguno que otro
disfrazado de optimismo. Quería seguir oyendo el rumor de la gente, las
lamentaciones que no servían, las oportunidades que se inventan.
Vivir le llaman, enfrentarse a batallas sin guerras con la
cara descubierta.
Argumenté con la vehemencia del que se cree poseedor de la
verdad, de las mil y una razones para dejar de esconderse. Le hablé de motivos
que desconocía, de manos que estaban dispuestas a tirar de ella, de mi
esperándola fuera, de la maestría de luchar, porque es en la lucha donde se
manifiestan las virtudes y se acobardan los defectos, porque no hace falta
construir irrealidades para conseguir tu porción de felicidad.
Esos ojos oscuros, de los que yo sólo conocía su estatismo,
me miraron con el apetito del que quiere creer, y con el cansancio del que
supone que lo sabe todo, dudando entre elegir el conformismo de la comodidad, o
la aventura de un viaje que se puede convertir en desagradable.
— Ven conmigo—le dije mientras me retiraba hacia la salida,
y en ese momento, me desveló su decisión.
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