1
El cinco de febrero, a
las cinco de la tarde, habíamos quedado en el semáforo de la Avenida Principal.
Era una tarde fría y con
mucho viento, de ese que azota más que acaricia. Escondí mi larga melena rubia
bajo un sombrero, y me puse un abrigo negro y una bufanda roja, tal y como le
había dicho.
Llegué puntual y busqué
entre la multitud a un hombre con un pañuelo del mismo color, pero no lograba
divisarlo en medio de toda la marabunta de gente que cruzaba con premura.
Al filo de las seis,
cuando todas las hormigas trajeadas ocupaban sus puestos dejando las calles
vacías, apareció enfundado en una parka color chocolate. Sus manos escondidas
en los bolsillos, sus hombros alzados en busca del calor de su pañuelo rojo y
su mirada fija en la mía, que le esperaba al otro lado intentando adivinar su
aspecto en la distancia.
El semáforo cambio de
verde a ámbar, después a rojo, dos, tres veces…y allí seguíamos parados, en un
duelo de miradas, separados por un río de rayas blancas dibujadas en el
asfalto.
Y sonrío, sólo hizo eso,
sonreír, y mis piernas se adelantaron a mis deseos, sin control, ajenas a los
colores que me impedían pasar. Un paso tras otro, sin oír el claxon de los
coches, sin escuchar el grito de la mujer tras de mi, volviendo únicamente a
los ruidos de la ciudad cuando el mercedes blanco golpeó su feroz morro contra
mi cuerpo.
Volé sin alas sobre el
coche, mi sombrero a la deriva, mi cabello enredándose en el aire, sin sentir
el dolor de los huesos rotos, aterrizando con un golpe sordo en el pavimento
negro. Restos de mi consciencia intuían una fina lluvia, caras arremolinadas en
torno a mí, y entre todas ellas, la suya; borrosa salvo sus labios que
pronunciaban mi nombre: Ágata; luego oscuridad, bendita y reconfortante
oscuridad.
Puede que para los demás
el tiempo transcurriera lentamente, horas pausadas invertidas en espera. Para mí,
sin embargo, los días dejaron de tener importancia. Sumida en el bienestar que
me proporcionaba la medicación, acertaba a oír voces de vez en cuando, sin
saber con exactitud a quien pertenecían. Cuerpos indefinidos de pasos leves me
dejaban su aliento, pero ni una sola caricia, ni un tenue contacto sobre la
piel detenida en la quietud de mi cuerpo.
Los párpados pesaban
como losas sobre mis adormilados ojos. Aún así, hice un esfuerzo por abrirlos y
no me sorprendió encontrarme en una habitación de hospital. Recordaba cada
instante con una precisión demoledora. Intenté incorporarme y no ocurrió nada;
tampoco era de extrañar, teniendo en cuenta el agotamiento que me inundaba.
Una enfermera abrió la
puerta y me vio despierta. Antes de que pudiera decirle algo, salió rápidamente
de la habitación para regresar con un séquito de acompañantes: un médico de
bata blanca, una madre de semblante serio y un hermano que evitaba mirarme. La
situación no pintaba nada bien, y por un momento deseé volver a estar inmersa
en la comodidad de los analgésicos.
—Buenos días Ágata —me
saludó el médico sin sacar las manos de los bolsillos de su impecable bata.
Agradecí ese “no” gesto,
me ahorraba el esfuerzo de levantar mi mano para dársela.
—Soy el doctor Hernández,
y llevo su caso —hizo una breve pausa sopesando mi reacción, miró fugazmente a
mis estáticos familiares y prosiguió.
— ¿Recuerda lo que le
pasó?
—Perfectamente —respondí,
sintiendo mi boca seca y pastosa de repente.
— El impacto fue…
brutal. No me voy a andar con rodeos. Hablé con su madre y ella me dijo que
usted prefiere saber las cosas sin paños calientes —tomó aire, como si se
tratara de un ejercicio aprendido para poder contar las malas noticias—. Sufre una
lesión medular completa a nivel C5, lo que significa que no hay preservación
sensitiva ni motora por debajo de la quinta vértebra cervical. Es decir, la
única movilidad que posee es la de su cabeza.
»Puede que sienta dolor en
el pecho, aunque en su caso, no necesita actualmente asistencia respiratoria.
Posiblemente, más adelante, si sea necesario, todo dependerá de su evolución.
Su lesión abarca segmentos sacros, no existe sensibilidad ni control para
miccionar o defecar.
»A partir de ahora,
habrá un progresivo debilitamiento de manos y brazos. Para ello, ya tenemos a
su disposición un equipo de fisioterapeutas que se encargaran de mantenerla en
la mejor de las condiciones posibles. La probabilidad de infecciones de vejiga
son altas, y son muy frecuentes los espasmos musculares acompañados de dolor
que se tratarán en su momento, con la medicación adecuada.
Soltó su discurso sin
pestañear, como el que lee las instrucciones de su nuevo televisor, sabiendo
que la mayoría de las palabras resultarían incompresibles para el oyente. Pero
yo si las comprendía, en ese minuto y medio acababa de perder mi vida, mi cuerpo, mi dignidad.
Todas las emociones que poseía, corrieron a esconderse entre los restos de mi
columna rota, diseminándose a través de los pedazos de mi médula partida. Ni
siquiera fui capaz de llorar. No podía hacerme un ovillo, no podía saltar de la
cama, no podía agitar mis brazos en señal de enfado, así que hice lo único que
podría hacer durante el resto de mi existencia, girar la cabeza y cerrar los
ojos; la única manera que tenía a partir de ahora, de echar a correr.
Es curioso como uno se
adapta a las situaciones a golpe de rutina. Seis meses después, estaba en casa
de mis padres, en un cuarto del que jamás podría salir.
Tras escapar de un duro
y largo proceso de divorcio, y volver a recuperar mi independencia, volvía a
estar en el punto de partida, como una niña, sin más capacidad de decisión que
la de dormir.
La peluquera llegó a las
once, dicharachera y habladora, extendió sus herramientas al pie de mi cama y
esperó con una paciencia cargada de pena que helaba mis inútiles huesos, la
llegada de mi madre para sujetar mi
cuerpo inerte. Ese pelo largo, rubio y
sedoso del que tan orgullosa estaba, había sido sustituido por un corte austero
más fácil de tratar. Sólo quedaba de él los reflejos dorados que despuntaban irreverentes
por mi cabeza. Mi pubis también había sido depilado, sus rizos arrancados en
aras de una limpieza baldía.
Sucesión de días, sucesión
de noches…tediosas, interminables, agonizantes, llenas de pensamientos
tumultuosos atrapados en una cabeza que hubiera querido arrancar.
Miraba el portátil
abandonado en mi mesa supletoria. Lo habían adaptado para que pudiera usarlo
con mi boca y con mi voz. ¿Para qué? Atrás quedaron las tardes en las que me
escribía con él, los anocheceres de confidencias y risas azules que destellaban
en esa ventana abierta al espacio cibernético.
Un saludo un día, una
frase al siguiente, y pronto derramamos en palabras nuestras vidas, sin
importar el tono de nuestra piel, los
rasgos de nuestras caras, el color de los ojos. Siguieron una serie de fotos,
tímidas al principio, tomadas con suficiente distancia para sólo así, adivinar
sin mostrar. Llegaron después los primeros planos, y todavía me recuerdo acercándome a la pantalla para
saborear esa primera impresión; su pelo corto y negro, sus ojos del color de la
miel virgen, su piel canela que se oscurecía con la llegada del verano, sus
labios carnosos, abiertos en una sonrisa infinita…
Así era Germán al otro
lado del mundo, salvados de la distancia por cables que recorrían las calles llevando
nuestros mensajes llenos de imposibles y sies condicionados.
Nos separaba un Océano,
un mar de agua profunda que con gusto me hubiera bebido para poder acercarme a
él. Pero no hizo falta. Aquel viaje de trabajo inesperado que me hizo dar saltos
de alegría, nos iba a reunir un cinco de febrero.
Llamó innumerables veces
pidiendo hablar conmigo. Mi negativa era rotunda, la realidad aplastaba
cualquier resquicio de posibilidades que hubiéramos podido tener. Ahora, ese
Océano ya no me parecía lo suficientemente grande para desprenderme de su
recuerdo. Lo soñaba cada noche, palabras grabadas que me herían, encuentros que
nunca sucedieron, abrazos que nunca nos dimos.
Detenida por siempre en esta
habitación, pensaba; prisionera inmóvil de tiempos pasados, queriendo escapar,
deseando volar.
Tan intenso era mi
deseo, tan vivo y vehemente, que sentía mi figura levantarse mientras dormía.
Era capaz de vivir otra vida al caer la noche, cuando mi mente se abandonaba al
sueño, cuando olvidaba el ancla de mi cuerpo.
2
No estaba segura si era
real o una fantasía, pero percibía el aire colándose por las costuras de mi
abrigo. Miré el día en el reloj de mi muñeca: cinco de febrero, y perpleja, me
observé a mi misma y lo que me rodeaba.
Vestía igual que aquel
fatídico martes, la única diferencia era mi cabeza desnuda protegida por
minúsculos mechones que se revolvían con el viento. La misma gente pasando, los
mismos coches rugiendo.
Antes de las seis, lo vi
acercarse al semáforo. Me miró y volvió a sonreír, sólo que esta vez no salí a
su encuentro. Él cruzó con pasos tranquilos, sin dejar de mirarme, hasta que al
fin estuvo a mi lado.
No sabía si era una
nueva oportunidad o quizás, mis deseos encerrados en un sueño, fuera lo que
fuera, no lo iba a desaprovechar. En esa calle paralela, en ese momento
inexistente, podía andar, sentir de nuevo sobre mi piel, si el día habría de
venir para robármelo, me valdría de la noche para recuperarlo.
Caminamos por la acera,
hurtándonos las palabras, observándonos en cada pausa, sin un rumbo fijo. Con
el terminar de la jornada, la gente comenzó a salir de sus trabajos llenando
las calles, haciendo que el espacio entre nosotros fuera cada vez más pequeño;
juntando nuestros hombros, rozando nuestros dedos que acabaron unidos con una
naturalidad impropia de un primer encuentro.
Fue justo en la esquina
del hotel donde se alojaba. Parados frente a frente, sujetó mi barbilla con su
mano, y con deliciosa lentitud, acercó sus labios a los míos. Noté su calor y
su aliento, y entreabrí mi boca para perderme en su beso. Su lengua sondeó
dentro de mi, perezosa, húmeda, aprendiendo todos los rincones, apresurándose cuando
encontró la mía que sabía a menta.
Mis manos se sujetaron
en su pelo, las suyas abarcaron mi cintura, nuestras lenguas rozándose ávidas,
cada vez más profundas. Mordimos, chupamos hasta chocar los dientes, cogiendo
aire por la nariz para no romper el contacto.
No hubo más palabras. Caminamos
de la mano hacia la suite del hotel, dejando nuestras prendas de abrigo
abandonadas en la entrada.
Había imaginado tantas
veces esta escena… la tenía casi ensayada de tanto soñarla. Recordaba cada una
de sus letras cuando me contaba cómo me ideaba, lo que haría sobre mi cuerpo
cuando estuviéramos juntos. Intentó besarme de nuevo y le detuve.
— ¿Te acuerdas de lo que
me dijiste la primera vez? ¿Cómo pensabas en mí en la silla frente al
ordenador? Quiero regalártelo, quiero que sepas que hice todas y cada una de
las cosas que narrabas.
Le empujé hacia el sofá
y desabroché su camisa y sus pantalones mientras le besaba. Me di la vuelta y
me desvestí sin prisa, dejando un arroyo de ropas a mis pies. Giré mi cuerpo
desnudo, mis treinta y cinco años crudos y reales frente al esplendor de sus
estrenados veintiséis, mostrándole a la Ágata que era, en la que me había
convertido, incluso en este lapso indefinido en el que me encontraba, con mi
cabello corto y mi piel totalmente ausente de vello.
Acerqué una silla y me
senté. Las piernas abiertas exhibiendo mis secretos, mi columna sana apoyada en
el respaldo. Los dedos de mi mano derecha se dirigieron a mi suave pubis,
encontrando una crema que fluía desde la primera vez que le vi, húmeda, densa,
llevándome hacia el interior suave y fácilmente. Mi pulgar buscó el centro del
placer trazando círculos sobre él. Mi mano izquierda recorría mi cuerpo, la
detuve en mi boca, lamiendo mis dedos, que ya mojados, jugaron con unos pezones
endurecidos de deseo. Dejé caer mi cabeza hacia atrás, moviéndome rítmicamente,
la mano enterrada dentro de mí, empujando cada vez más deprisa, levantando las
caderas en busca de satisfacción.
Advertí el orgasmo
creándose en mi estómago, ese hormigueo que me hacía tensar las piernas. Apreté
los glúteos en un intento de retenerlo. Mi respiración jadeante y entrecortada,
acompañaba mis oscilaciones, era música para sus oídos, una balada de éxtasis
para los míos. Llegó envolviéndome, haciendo que gimiera sin pudor, dejándome
llevar sumergida en un placer que apenas recordaba.
Abrí mis ojos, mi mano
seguía ahondando, rebelándose a salir, y lo encontré frente a mi desnudo,
sofocado, sus dedos curvados en su endurecido miembro.
Las primeras gotas
comenzaron a salir, y no pude menos que arrodillarme frente a él para lamerlas,
para que no se perdiera ninguna de ellas. Mi lengua se deslizó golosa por la
punta, deteniéndose en su hendidura, recorriendo su tallo de gruesas venas,
empapándolo con mi saliva.
Me sujete a su culo
mientras mi boca succionaba, para luego soltarme y recorrer con mi palma el
camino que habían descubierto mis labios. Rocé sus muslos abiertos, lamí sus
testículos al compás de mi mano, y sin previo aviso lo tragué entero. Su inicio
en mi garganta, mis labios en la base, la nariz perdida en sus rizos negros
inhalando su aroma. Dejé que llevara el ritmo, esperando abierta para él,
golpeaba sin clemencia, deteniéndose tan solo cuando ya estaba sepultado en mi
boca. Cogió mi cabeza entre sus manos; mis ojos cerrados, sintiendo su mirada
sobre lo que estábamos haciendo. Deliciosa y gruesa, entraba y salía, mi mano
transitando arriba y abajo sobre su hombría, para dar un descanso a mis labios
hinchados.
Sus piernas se separaban
cada vez más buscando el equilibrio. Me estiré para que mis dedos se mojaran
con su saliva, enredados en su lengua, y codiciosos, se dirigieron a su
apretado anillo. Tanteé la entrada y cobardemente me metí dentro, esperando un
rechazo que no llegó. El segundo dedo ya tenía el camino abierto, empujé con
suavidad al principio buscando su próstata, aumentando las embestidas a medida
que sus suspiros crecían. Una rima perfecta de dedos y boca, unos profundizando,
la otra chupando sin piedad.
Quería que se viniera,
así, tal y como estábamos, beberme su semen mientras le oía gemir.
Bruscamente me tiró al
suelo, besándome con ferocidad. Yo sacaba mi lengua para que el la lamiera, y
su boca empapada recorrió mi cuerpo, tal y como lo había soñado, amando mi
cuello, deteniéndose en mis pechos, confundiéndose conmigo.
Le esperaba ansiosa, y
cuando lo tuve dentro, no pude reprimir un grito de sorpresa. Me llenaba y me
abandonaba con una lentitud desesperante. En un momento saciada de él, y al
instante vacía. Mis caderas le buscaban, lo quería más duro, más profundo, y mi
súplica muda fue atendida cuando comenzó a golpear con fuerza.
Entre los jadeos oía el
ruido de nuestros cuerpos al chocar, mis manos salieron a su encuentro cuando se inclinó sobre mí.
Recibí su peso gustosa, sintiendo su vello encrespado sobre mi terso monte,
sobre mi clítoris pretencioso que demandaba más presión.
Elevó mis piernas sobre
sus hombros, hundiéndose en lo más recóndito de mí, escogiendo el ángulo
perfecto, contemplando nuestra unión, mi cuerpo arqueado, a punto de romperse
mientras él seguía empujando perdido en su propio placer.
Llegué antes que Germán,
y sudorosa y saciada, esperé que se vertiera en mi interior, sintiendo las
últimas convulsiones que me ataban a él.
Salió despacio,
derramando su calidez por mis muslos enrojecidos. Sin importarnos nada, nos
abrazamos, acariciamos nuestros brazos, dibujamos los rostros sonrientes, y nos
quedamos así, enredados en un instante eterno, envueltos en el calor de
nuestros cuerpos.
3
La mañana se coló entre
las rendijas de la persiana y un sol tibio acarició mi cara. No quería
despertar, me encontraba abstraída en un abrazo del que no me apetecía salir,
pero mis horas de sueño llegaban a su fin, y crueles y despóticas, me echaron
de su lado.
«Tan solo te soñé», me
dije al comprobar el destierro de mi cuerpo. Levanté la cabeza todo lo que pude
y me contemplé en el espejo que estaba frente a mí.
El reflejo me devolvió
la imagen de una Ágata despeinada, de labios abultados y mejillas sonrosadas.
— ¿Pudo ser? —me
pregunté.
Esperé con impaciencia
la hora de mi aseo. Quería ver mi cuerpo a la luz del día. Cuando las sábanas
al levantarse lo descubrieron, sólo pude reír. Una risa nerviosa, esperanzada e
incrédula. Ahí estaban las marcas de sus dedos en mi cintura, justo en el lugar
donde me agarró con fuerza mientras me embestía; la marca de sus dientes en mi
pecho derecho, el aroma de su perfume en mi pelo.
—Fue, fue, fue…. —repetí
en un murmullo, mientras la auxiliar hablaba sola y parecía enfurecida sobre
las señales en mi piel.
Pasé el día en un estado
de felicidad olvidada, contando las horas que faltaban para la noche.
A las siete llegó un
mensajero con un paquete para mí. Mi hermano lo desenvolvió con cuidado y
extrajo una bufanda roja y una nota.
—Léela —le pedí.
Con el ceño fruncido
recitó el mensaje:
—Te dejaste esto anoche. Te espero a la misma hora. Germán.
Sonreí. Puede que tan
solo te sueñe —pensé— pero es suficiente.
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