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17 diciembre 2013

TAN SOLO TE SUEÑO


1
 El cinco de febrero, a las cinco de la tarde, habíamos quedado en el semáforo de la Avenida Principal.
Era una tarde fría y con mucho viento, de ese que azota más que acaricia. Escondí mi larga melena rubia bajo un sombrero, y me puse un abrigo negro y una bufanda roja, tal y como le había dicho.
Llegué puntual y busqué entre la multitud a un hombre con un pañuelo del mismo color, pero no lograba divisarlo en medio de toda la marabunta de gente que cruzaba con premura.
Al filo de las seis, cuando todas las hormigas trajeadas ocupaban sus puestos dejando las calles vacías, apareció enfundado en una parka color chocolate. Sus manos escondidas en los bolsillos, sus hombros alzados en busca del calor de su pañuelo rojo y su mirada fija en la mía, que le esperaba al otro lado intentando adivinar su aspecto en la distancia.
El semáforo cambio de verde a ámbar, después a rojo, dos, tres veces…y allí seguíamos parados, en un duelo de miradas, separados por un río de rayas blancas dibujadas en el asfalto.
Y sonrío, sólo hizo eso, sonreír, y mis piernas se adelantaron a mis deseos, sin control, ajenas a los colores que me impedían pasar. Un paso tras otro, sin oír el claxon de los coches, sin escuchar el grito de la mujer tras de mi, volviendo únicamente a los ruidos de la ciudad cuando el mercedes blanco golpeó su feroz morro contra mi cuerpo.
Volé sin alas sobre el coche, mi sombrero a la deriva, mi cabello enredándose en el aire, sin sentir el dolor de los huesos rotos, aterrizando con un golpe sordo en el pavimento negro. Restos de mi consciencia intuían una fina lluvia, caras arremolinadas en torno a mí, y entre todas ellas, la suya; borrosa salvo sus labios que pronunciaban mi nombre: Ágata; luego oscuridad, bendita y reconfortante oscuridad.
Puede que para los demás el tiempo transcurriera lentamente, horas pausadas invertidas en espera. Para mí, sin embargo, los días dejaron de tener importancia. Sumida en el bienestar que me proporcionaba la medicación, acertaba a oír voces de vez en cuando, sin saber con exactitud a quien pertenecían. Cuerpos indefinidos de pasos leves me dejaban su aliento, pero ni una sola caricia, ni un tenue contacto sobre la piel detenida en la quietud de mi cuerpo.
Los párpados pesaban como losas sobre mis adormilados ojos. Aún así, hice un esfuerzo por abrirlos y no me sorprendió encontrarme en una habitación de hospital. Recordaba cada instante con una precisión demoledora. Intenté incorporarme y no ocurrió nada; tampoco era de extrañar, teniendo en cuenta el agotamiento que me inundaba.
Una enfermera abrió la puerta y me vio despierta. Antes de que pudiera decirle algo, salió rápidamente de la habitación para regresar con un séquito de acompañantes: un médico de bata blanca, una madre de semblante serio y un hermano que evitaba mirarme. La situación no pintaba nada bien, y por un momento deseé volver a estar inmersa en la comodidad de los analgésicos.
—Buenos días Ágata —me saludó el médico sin sacar las manos de los bolsillos de su impecable bata.
Agradecí ese “no” gesto, me ahorraba el esfuerzo de levantar mi mano para dársela.
—Soy el doctor Hernández, y llevo su caso —hizo una breve pausa sopesando mi reacción, miró fugazmente a mis estáticos familiares y prosiguió.
— ¿Recuerda lo que le pasó?
—Perfectamente —respondí, sintiendo mi boca seca y pastosa de repente.
— El impacto fue… brutal. No me voy a andar con rodeos. Hablé con su madre y ella me dijo que usted prefiere saber las cosas sin paños calientes —tomó aire, como si se tratara de un ejercicio aprendido para  poder contar las malas noticias—. Sufre una lesión medular completa a nivel C5, lo que significa que no hay preservación sensitiva ni motora por debajo de la quinta vértebra cervical. Es decir, la única movilidad que posee es la de su cabeza.
»Puede que sienta dolor en el pecho, aunque en su caso, no necesita actualmente asistencia respiratoria. Posiblemente, más adelante, si sea necesario, todo dependerá de su evolución. Su lesión abarca segmentos sacros, no existe sensibilidad ni control para miccionar o defecar.
»A partir de ahora, habrá un progresivo debilitamiento de manos y brazos. Para ello, ya tenemos a su disposición un equipo de fisioterapeutas que se encargaran de mantenerla en la mejor de las condiciones posibles. La probabilidad de infecciones de vejiga son altas, y son muy frecuentes los espasmos musculares acompañados de dolor que se tratarán en su momento, con la medicación adecuada.
Soltó su discurso sin pestañear, como el que lee las instrucciones de su nuevo televisor, sabiendo que la mayoría de las palabras resultarían incompresibles para el oyente. Pero yo si las comprendía, en ese minuto y medio acababa  de perder mi vida, mi cuerpo, mi dignidad. Todas las emociones que poseía, corrieron a esconderse entre los restos de mi columna rota, diseminándose a través de los pedazos de mi médula partida. Ni siquiera fui capaz de llorar. No podía hacerme un ovillo, no podía saltar de la cama, no podía agitar mis brazos en señal de enfado, así que hice lo único que podría hacer durante el resto de mi existencia, girar la cabeza y cerrar los ojos; la única manera que tenía a partir de ahora, de echar a correr.
Es curioso como uno se adapta a las situaciones a golpe de rutina. Seis meses después, estaba en casa de mis padres, en un cuarto del que jamás podría salir.
Tras escapar de un duro y largo proceso de divorcio, y volver a recuperar mi independencia, volvía a estar en el punto de partida, como una niña, sin más capacidad de decisión que la de dormir.
La peluquera llegó a las once, dicharachera y habladora, extendió sus herramientas al pie de mi cama y esperó con una paciencia cargada de pena que helaba mis inútiles huesos, la llegada de mi madre para sujetar  mi cuerpo inerte. Ese  pelo largo, rubio y sedoso del que tan orgullosa estaba, había sido sustituido por un corte austero más fácil de tratar. Sólo quedaba de él los reflejos dorados que despuntaban irreverentes por mi cabeza. Mi pubis también había sido depilado, sus rizos arrancados en aras de una limpieza baldía.
Sucesión de días, sucesión de noches…tediosas, interminables, agonizantes, llenas de pensamientos tumultuosos atrapados en una cabeza que hubiera querido arrancar.
Miraba el portátil abandonado en mi mesa supletoria. Lo habían adaptado para que pudiera usarlo con mi boca y con mi voz. ¿Para qué? Atrás quedaron las tardes en las que me escribía con él, los anocheceres de confidencias y risas azules que destellaban en esa ventana abierta al espacio cibernético.
Un saludo un día, una frase al siguiente, y pronto derramamos en palabras nuestras vidas, sin importar el tono  de nuestra piel, los rasgos de nuestras caras, el color de los ojos. Siguieron una serie de fotos, tímidas al principio, tomadas con suficiente distancia para sólo así, adivinar sin mostrar. Llegaron después los primeros planos, y todavía  me recuerdo acercándome a la pantalla para saborear esa primera impresión; su pelo corto y negro, sus ojos del color de la miel virgen, su piel canela que se oscurecía con la llegada del verano, sus labios carnosos, abiertos en una sonrisa infinita…
Así era Germán al otro lado del mundo, salvados de la distancia por cables que recorrían las calles llevando nuestros mensajes llenos de imposibles y sies condicionados.
Nos separaba un Océano, un mar de agua profunda que con gusto me hubiera bebido para poder acercarme a él. Pero no hizo falta. Aquel viaje de trabajo inesperado que me hizo dar saltos de alegría, nos iba a reunir un cinco de febrero.
Llamó innumerables veces pidiendo hablar conmigo. Mi negativa era rotunda, la realidad aplastaba cualquier resquicio de posibilidades que hubiéramos podido tener. Ahora, ese Océano ya no me parecía lo suficientemente grande para desprenderme de su recuerdo. Lo soñaba cada noche, palabras grabadas que me herían, encuentros que nunca sucedieron, abrazos que nunca nos dimos.
Detenida por siempre en esta habitación, pensaba; prisionera inmóvil de tiempos pasados, queriendo escapar, deseando volar.
Tan intenso era mi deseo, tan vivo y vehemente, que sentía mi figura levantarse mientras dormía. Era capaz de vivir otra vida al caer la noche, cuando mi mente se abandonaba al sueño, cuando olvidaba el ancla de mi cuerpo.
2
 No estaba segura si era real o una fantasía, pero percibía el aire colándose por las costuras de mi abrigo. Miré el día en el reloj de mi muñeca: cinco de febrero, y perpleja, me observé a mi misma y lo que me rodeaba.
Vestía igual que aquel fatídico martes, la única diferencia era mi cabeza desnuda protegida por minúsculos mechones que se revolvían con el viento. La misma gente pasando, los mismos coches rugiendo.
Antes de las seis, lo vi acercarse al semáforo. Me miró y volvió a sonreír, sólo que esta vez no salí a su encuentro. Él cruzó con pasos tranquilos, sin dejar de mirarme, hasta que al fin estuvo a mi lado.
No sabía si era una nueva oportunidad o quizás, mis deseos encerrados en un sueño, fuera lo que fuera, no lo iba a desaprovechar. En esa calle paralela, en ese momento inexistente, podía andar, sentir de nuevo sobre mi piel, si el día habría de venir para robármelo, me valdría de la noche para recuperarlo.
Caminamos por la acera, hurtándonos las palabras, observándonos en cada pausa, sin un rumbo fijo. Con el terminar de la jornada, la gente comenzó a salir de sus trabajos llenando las calles, haciendo que el espacio entre nosotros fuera cada vez más pequeño; juntando nuestros hombros, rozando nuestros dedos que acabaron unidos con una naturalidad impropia de un primer encuentro.
Fue justo en la esquina del hotel donde se alojaba. Parados frente a frente, sujetó mi barbilla con su mano, y con deliciosa lentitud, acercó sus labios a los míos. Noté su calor y su aliento, y entreabrí mi boca para perderme en su beso. Su lengua sondeó dentro de mi, perezosa, húmeda, aprendiendo todos los rincones, apresurándose cuando encontró la mía que sabía a menta.
Mis manos se sujetaron en su pelo, las suyas abarcaron mi cintura, nuestras lenguas rozándose ávidas, cada vez más profundas. Mordimos, chupamos hasta chocar los dientes, cogiendo aire por la nariz para no romper el contacto.
No hubo más palabras. Caminamos de la mano hacia la suite del hotel, dejando nuestras prendas de abrigo abandonadas en la entrada.
Había imaginado tantas veces esta escena… la tenía casi ensayada de tanto soñarla. Recordaba cada una de sus letras cuando me contaba cómo me ideaba, lo que haría sobre mi cuerpo cuando estuviéramos juntos. Intentó besarme de nuevo y le detuve.
— ¿Te acuerdas de lo que me dijiste la primera vez? ¿Cómo pensabas en mí en la silla frente al ordenador? Quiero regalártelo, quiero que sepas que hice todas y cada una de las cosas que narrabas.
Le empujé hacia el sofá y desabroché su camisa y sus pantalones mientras le besaba. Me di la vuelta y me desvestí sin prisa, dejando un arroyo de ropas a mis pies. Giré mi cuerpo desnudo, mis treinta y cinco años crudos y reales frente al esplendor de sus estrenados veintiséis, mostrándole a la Ágata que era, en la que me había convertido, incluso en este lapso indefinido en el que me encontraba, con mi cabello corto y mi piel totalmente ausente de vello.
Acerqué una silla y me senté. Las piernas abiertas exhibiendo mis secretos, mi columna sana apoyada en el respaldo. Los dedos de mi mano derecha se dirigieron a mi suave pubis, encontrando una crema que fluía desde la primera vez que le vi, húmeda, densa, llevándome hacia el interior suave y fácilmente. Mi pulgar buscó el centro del placer trazando círculos sobre él. Mi mano izquierda recorría mi cuerpo, la detuve en mi boca, lamiendo mis dedos, que ya mojados, jugaron con unos pezones endurecidos de deseo. Dejé caer mi cabeza hacia atrás, moviéndome rítmicamente, la mano enterrada dentro de mí, empujando cada vez más deprisa, levantando las caderas en busca de satisfacción.
Advertí el orgasmo creándose en mi estómago, ese hormigueo que me hacía tensar las piernas. Apreté los glúteos en un intento de retenerlo. Mi respiración jadeante y entrecortada, acompañaba mis oscilaciones, era música para sus oídos, una balada de éxtasis para los míos. Llegó envolviéndome, haciendo que gimiera sin pudor, dejándome llevar sumergida en un placer que apenas recordaba.
Abrí mis ojos, mi mano seguía ahondando, rebelándose a salir, y lo encontré frente a mi desnudo, sofocado, sus dedos curvados en su endurecido miembro.
Las primeras gotas comenzaron a salir, y no pude menos que arrodillarme frente a él para lamerlas, para que no se perdiera ninguna de ellas. Mi lengua se deslizó golosa por la punta, deteniéndose en su hendidura, recorriendo su tallo de gruesas venas, empapándolo con mi saliva.
Me sujete a su culo mientras mi boca succionaba, para luego soltarme y recorrer con mi palma el camino que habían descubierto mis labios. Rocé sus muslos abiertos, lamí sus testículos al compás de mi mano, y sin previo aviso lo tragué entero. Su inicio en mi garganta, mis labios en la base, la nariz perdida en sus rizos negros inhalando su aroma. Dejé que llevara el ritmo, esperando abierta para él, golpeaba sin clemencia, deteniéndose tan solo cuando ya estaba sepultado en mi boca. Cogió mi cabeza entre sus manos; mis ojos cerrados, sintiendo su mirada sobre lo que estábamos haciendo. Deliciosa y gruesa, entraba y salía, mi mano transitando arriba y abajo sobre su hombría, para dar un descanso a mis labios hinchados.
Sus piernas se separaban cada vez más buscando el equilibrio. Me estiré para que mis dedos se mojaran con su saliva, enredados en su lengua, y codiciosos, se dirigieron a su apretado anillo. Tanteé la entrada y cobardemente me metí dentro, esperando un rechazo que no llegó. El segundo dedo ya tenía el camino abierto, empujé con suavidad al principio buscando su próstata, aumentando las embestidas a medida que sus suspiros crecían. Una rima perfecta de dedos y boca, unos profundizando, la otra chupando sin piedad.
Quería que se viniera, así, tal y como estábamos, beberme su semen mientras le oía gemir.
Bruscamente me tiró al suelo, besándome con ferocidad. Yo sacaba mi lengua para que el la lamiera, y su boca empapada recorrió mi cuerpo, tal y como lo había soñado, amando mi cuello, deteniéndose en mis pechos, confundiéndose conmigo.
Le esperaba ansiosa, y cuando lo tuve dentro, no pude reprimir un grito de sorpresa. Me llenaba y me abandonaba con una lentitud desesperante. En un momento saciada de él, y al instante vacía. Mis caderas le buscaban, lo quería más duro, más profundo, y mi súplica muda fue atendida cuando comenzó a golpear con fuerza.
Entre los jadeos oía el ruido de nuestros cuerpos al chocar, mis manos salieron  a su encuentro cuando se inclinó sobre mí. Recibí su peso gustosa, sintiendo su vello encrespado sobre mi terso monte, sobre mi clítoris pretencioso que demandaba más presión.
Elevó mis piernas sobre sus hombros, hundiéndose en lo más recóndito de mí, escogiendo el ángulo perfecto, contemplando nuestra unión, mi cuerpo arqueado, a punto de romperse mientras él seguía empujando perdido en su propio placer.
Llegué antes que Germán, y sudorosa y saciada, esperé que se vertiera en mi interior, sintiendo las últimas convulsiones que me ataban a él.
Salió despacio, derramando su calidez por mis muslos enrojecidos. Sin importarnos nada, nos abrazamos, acariciamos nuestros brazos, dibujamos los rostros sonrientes, y nos quedamos así, enredados en un instante eterno, envueltos en el calor de nuestros cuerpos.
3
 La mañana se coló entre las rendijas de la persiana y un sol tibio acarició mi cara. No quería despertar, me encontraba abstraída en un abrazo del que no me apetecía salir, pero mis horas de sueño llegaban a su fin, y crueles y despóticas, me echaron de su lado.
«Tan solo te soñé», me dije al comprobar el destierro de mi cuerpo. Levanté la cabeza todo lo que pude y me contemplé en el espejo que estaba frente a mí.
El reflejo me devolvió la imagen de una Ágata despeinada, de labios abultados y mejillas sonrosadas.
— ¿Pudo ser? —me pregunté.
Esperé con impaciencia la hora de mi aseo. Quería ver mi cuerpo a la luz del día. Cuando las sábanas al levantarse lo descubrieron, sólo pude reír. Una risa nerviosa, esperanzada e incrédula. Ahí estaban las marcas de sus dedos en mi cintura, justo en el lugar donde me agarró con fuerza mientras me embestía; la marca de sus dientes en mi pecho derecho, el aroma de su perfume en mi pelo.
—Fue, fue, fue…. —repetí en un murmullo, mientras la auxiliar hablaba sola y parecía enfurecida sobre las señales en mi piel.
Pasé el día en un estado de felicidad olvidada, contando las horas que faltaban para la noche.
A las siete llegó un mensajero con un paquete para mí. Mi hermano lo desenvolvió con cuidado y extrajo una bufanda roja y una nota.
—Léela —le pedí.
Con el ceño fruncido recitó el mensaje:
Te dejaste esto anoche. Te espero a la misma hora. Germán.
Sonreí. Puede que tan solo te sueñe —pensé— pero es suficiente.







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