Wendolyn no se llama así por la canción de Julio Iglesias. Su madre vio el nombre en una esquela y le pareció buena idea ponerle el nombre de una muerta a su hija. Ella a veces fantasea con esa mujer, desea que muriera con muchos años tras una vida feliz, aunque en ocasiones le gustaría que su edad hubiera impactado en los lectores de su obituario. Esos momentos en los que le gustaría ser ella.
Vive en una casa que se parece mucho a su cabeza. Frente impoluto, un jardín cuidado por el que pasea un gato gordo que no tiene nombre y que solo se acerca a comer, y un pato llamado Pollo que nada en una piscina de plástico. La parte trasera, esa que nadie ve, está llena de por si acasos que se cubren de mugre.
Wendolyn está hecha de retales, como un Frankestein post moderno. El novio que la dejó a un mes de la boda, camas sin desayuno, cafés que se enfriaron tras la huida del destinatario, un trabajo mediocre y risas que se fueron apagando con el paso de lo años. Hubo un tiempo en el que fue como un girasol, cabeza y sonrisa hacia el astro, pero en campos estériles la nada es lo único que crece. La mañana del cinco de febrero no distaba mucho del resto de la semana. Día gris de nubes que amenazan lluvia, frío que se cuela entre los hilos de la bufanda y una rutina que aplasta como una losa.
Se toma su café, con unas gotas de leche y sin azúcar.; se asea y peina su melena lacia que ya necesita un corte; se enfunda en unos vaqueros, que cada vez le cuesta más subir, y los combina con un jersey sobrio a juego con su trabajo. Sube al coche que a diario le recuerda la pérdida, lo único que sacó de una relación de diez años, enfilando a través de las calles del pueblo a las oficinas donde trabaja como contable. Le espera su jefe, que la saluda con un gruñido y un leve gesto de cabeza, y un despacho que alguna vez tuvo puerta.
A las cinco, tras varios cafés y un bocadillo, Wendolyn no quiere ir a casa. El silencio, que ensordece y no aplaca las voces de la tele, no huele a refugio. Sube al auto y sintoniza la emisora de radio. Inspira, expira y se deja envolver por la música. Los cristales se empañan y aprovecha para quitarse el sujetador que guarda en la guantera. Hace recuento del dinero que lleva en efectivo, y sin pensarlo mucho, acaba a unas calles del pub donde conoció a su ex.
En un acto de rebeldía, no se pone la bufanda, a pesar de los tres grados que marca el rótulo de la farmacia. Saca unos billetes de la cartera y guarda el bolso en el maletero. El interior está cálido, lleno para ser jueves. Él hace tiempo que se fue, vive a más de diez mil kilómetros, con una mujer que ahora ocupa el lugar que a ella le correspondía. Sin embargo, no puede evitar pasear la vista por el local, y se le encoge un poco el estómago al descubrir que es imposible que aparezca. Tres vinos después, sentada en un taburete frente a la barra, su cabeza no deja de funcionar. Un puto reloj suizo de engranajes a prueba de golpes que no se detiene nunca. No lo echa de menos, ni siquiera está segura de haberlo querido, pero le molesta haber sido la cobarde y que él se adelantara en la decisión. El cuarto vino la marea un poco, la culpa le llega como una nausea, rápida y sin avisar. Los por qués, se acumulan. ¿Por qué se quedó en el pueblo? ¿Por qué dejó de hablar con amigos que no tomaron partido? ¿Por qué no aceptó ese trabajo? ¿Por qué el tiempo no le avisó de su velocidad? ¿Por qué? ¿Por qué Wendolyn?
El tipo de la camisa a rayas hace un rato que la mira. Pide otra copa, esa que vuelve atractivos a los anodinos. Sonríe, la señal para que se acerque. El hombre trastabilla, las cervezas la hacen a ella también apetecible. Sus pezones empujan la fina tela del jersey. Él fija sus ojos en los botones insinuantes, no le importa, su mirada está puesta en un punto indefinido mientras la conversación absurda sigue su curso. Esos son lo preliminares que culminan en el baño. No se acuerda de la ropa interior que se puso por la mañana, ni tampoco tiene ganas de quitarse las gruesas botas que calientan sus pies. Baja los pantalones y se apoya en el lavabo, solo lo mira para comprobar que se ha puesto un preservativo. La embiste desde atrás, el borde del granito se clava en un vientre que fue plano y agradece las manchas del espejo que emborronan su cara. Las manos del hombre se cuelan bajo el suéter, agarran sus pechos con demasiada fuerza, al borde del dolor. Ese pinchazo la enardece, sale a su encuentro y el interruptor de su cabeza hace acto de presciencia. Off. Se apaga, enmudece, se libera, se corre. El gemido envuelto en un Dios del que no es creyente, indica que él también lo ha hecho. Aparta bruscamente el cuerpo de su espalda, y se viste sin ni siquiera mirarlo. A toda prisa recoge el abrigo abandonado en la silla y el frío la golpea como una revelación. Vomita el vino, la frustración, los años, las malas decisiones hasta dejar que el vacío la envuelva.
Tiene que hacer un par de paradas, las líneas blancas de la carretera se desdibujan a causa del alcohol. La entrada del pueblo la recibe con el ruido de sirenas y un resplandor rojizo que se mezcla con el gris del humo. Continúa hasta ver su casa arder. El gato gordo sin nombre sube al capó de su coche. Intenta cogerlo, es entonces, cuando admite que ni siquiera es suyo al verlo correr como alma que lleva el diablo. El pato Pollo, debe estar muerto. Sus recuerdos inservibles.
Duda en acercarse, debería haber dejado la casa la semana pasada cuando venció su contrato de alquiler. Recupera su bolso y saca el móvil. Mira el borrador que no se atrevió a enviar, el dirigido a Recursos humanos aceptando la oferta de trabajo al otro lado del país. Las llamas se reflejan en la pantalla y su dedo se desliza hasta que el correo acaba en enviados.
El olor acre del fuego se convierte en oxígeno, lanza una última mirada antes de subir al coche.
Wendolyn es libre.